sábado, 13 de junio de 2015

El viaje se reanuda: Dunedin

Entonces me despedí de mi jefe con un abrazo, me despedí de mis compañeros de trabajo, me despedí con un “chau gorda” de la única vaca (la 858) que quedaba en la farm (una vieja con esclerosis o algo así), y puse rumbo al sur. Mi plan era simple: llegar lo más al sur posible en los próximos días, y empezar a subir de a poco, yendo por lugares hermosos, hasta alcanzar lo más al norte posible.

Y el primer destino yendo al sur era Dunedin. Miento. Primero está Moeraki Boulders: una postal engañosa y muy frecuente en todo centro de información turística. Este tal Moeraki Boulder es una playa entre Oamaru y Dunedin que tiene unas cuantas piedras esféricas de gran tamaño. Y acá la cosa se vuelve un poco anacrónica porque resulta que yo ya había ido a esa playa en verano, en compañía de la hermana de Ceci, que la había ido a visitar desde Australia. Sabía que como playa no era tan especial, que las piedras son el resultado de una formación geológica similar a la formación de las perlas (aunque yo las promocionaría como huevos fosilizados de tortuga gigante, qué sé yo), y que ahí se terminaba la cosa. Entonces sí, ahora, en invierno, mi primer destino yendo al sur, era Dunedin.

Dunedin, capital de Otago y ciudad universitaria, es muy bonita y es la segunda más grande de la Isla Sur, después de Christchurch. Es conocida por tener varias capillas de estilo neogótico y por tener una decente vida nocturna.

Las capillas las visité todas el primer día. No son tan guau tampoco, pero son llamativas, neocelandezamente hablando. En las zonas centrales de la ciudad (cuyo epicentro es una plaza octagonal re copada) hay también varios graffitis copados y muchos barcitos con onda.

Pero lo de la vida nocturna, quedará bastante en la duda. Era viernes, recuerdo. Pagué un hostel que estaba bárbaro (Manor Backpackers, lo recomiendo para toda la gente: una casona vieja con todas las comodidades, cálida, canchera y hasta con pequeñas esculturas en el pedestal de las escaleras; ah y lo más importante: es de lo más económico en Dunedin y tiene Wi Fi libre), me di una ducha, cené, y a eso de las diez de la noche salí a dar una vuelta.


El viento helado me desanimó al principio. La falta de gente me desanimó a los pocos minutos. Pegarme la media vuelta fue cosa de media hora. Parece que los viernes, me explicaron después, la gente va de la oficina al bar directo, y por eso se vuelven casi todos temprano. Hay clubes, pero hay que saber dónde están, y hay más movida los sábados. Yo lo único que moví fueron los pies abajo de la frazada, porque no se me calentaban más.


Esa en realidad fue el último fracaso de una serie de intentos cortados aquel día: más temprano me había encaminado a la Otago Peninsula, que parece tener lugares muy bonitos, pero a los cinco kilómetros de la entrada se cortaba el camino porque unos vagos estaban trabajando. Entonces me encaminé al Larnach Castle, el único castillo en Nueva Zelanda, pero al llegar me enteré que para ir y sacarle fotitos nomás había que desembolsar como treinta dólares, así que al igual que los tres coches adelante mío, di vuelta en U y pito catalán. Para ver castillos en serio espero a ir a Europa loco, que estos kiwis a veces se pasan de vivos.

Al día siguiente me levanté tempraneli y me fui a los jardines botánicos, que estaban escarchados de punta a punta. Mientras el sol iba calentando pude ver un invernadero bonito, un par de fuentes, esculturas pedorroicas y apreciar los suburbios en las colinas desde una terraza imitación mediterránea. Lindos jardines, a pesar del invierno.

Siendo verano, aquella vez con la hermana de Cecilia, fui también a los Jardines Chinos. Debo decir que la única debilidad de estos jardines es que son puro concreto imitación piedra, y que podrían ser más grandes. Pero la verdad me encantaron. Con su mini laguna con pececitos, patos y nenúfares, puentecitos, kioskos, detalles orientales por todos lados, logra crear una atmósfera especial.

Me perdí de ir al Museode Otago de bolas tristes nomás, porque le pasé a una cuadra y me di cuenta muy tarde, cuando me daba paja volver un kilómetro hacia atrás. Pero sí fui a la Galería Pública de Arte.

Ahí tenían en exhibición algo así como una muestra itinerante de arte británica que, sin rodeos, me pareció una bosta. Pero la colección permanente sí se portó mejor. Había de todo un poco pero recuerdo que destacaba un Monet, un Pissarro, una serie de aguafuertes de Claude Lorraine, y alguna otra cosa que se me escapa. Pero bonito.

Lo que más me agradó de la ciudad, sin embargo, fue LA biblioteca pública. Una alta biblioteca loco. La mejor que vi, incluso mejor que la de Auckland. Es enorme y tiene muy buena señal de Wi Fi, tiene bancos cómodos, lugares para echarte a leer y habitaciones para echarte a descansar. Y está llena de gente todo el tiempo. Oh maravillosa biblioteca pública de Dunedin, si todas las bibliotecas del mundo fueran como vos...

Sin mucho más por ver y con el siguiente destino fijado, encendí motores y activé el GPS del celular: estaba listo para dar otro paso más al Sur.




Rafa Deviaje.

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