Entonces me despedí de mi
jefe con un abrazo, me despedí de mis compañeros de trabajo, me
despedí con un “chau gorda” de la única vaca (la 858) que
quedaba en la farm (una vieja con esclerosis o algo así), y puse
rumbo al sur. Mi plan era simple: llegar lo más al sur posible en
los próximos días, y empezar a subir de a poco, yendo por lugares
hermosos, hasta alcanzar lo más al norte posible.
Y el primer destino yendo
al sur era Dunedin. Miento. Primero está Moeraki Boulders: una
postal engañosa y muy frecuente en todo centro de información
turística. Este tal Moeraki Boulder es una playa entre Oamaru y
Dunedin que tiene unas cuantas piedras esféricas de gran tamaño. Y
acá la cosa se vuelve un poco anacrónica porque resulta que yo ya
había ido a esa playa en verano, en compañía de la hermana de
Ceci, que la había ido a visitar desde Australia. Sabía que como
playa no era tan especial, que las piedras son el resultado de una
formación geológica similar a la formación de las perlas (aunque
yo las promocionaría como huevos fosilizados de tortuga gigante, qué
sé yo), y que ahí se terminaba la cosa. Entonces sí, ahora, en
invierno, mi primer destino yendo al sur, era Dunedin.
Dunedin, capital de Otago
y ciudad universitaria, es muy bonita y es la segunda más
grande de la Isla Sur, después de Christchurch. Es conocida por
tener varias capillas de estilo neogótico y por tener una decente
vida nocturna.
Las capillas las visité
todas el primer día. No son tan guau tampoco, pero son llamativas,
neocelandezamente hablando. En las zonas centrales de la ciudad (cuyo
epicentro es una plaza octagonal re copada) hay también varios
graffitis copados y muchos barcitos con onda.
Pero lo de la vida
nocturna, quedará bastante en la duda. Era viernes, recuerdo. Pagué
un hostel que estaba bárbaro (Manor Backpackers, lo recomiendo para
toda la gente: una casona vieja con todas las comodidades, cálida,
canchera y hasta con pequeñas esculturas en el pedestal de las
escaleras; ah y lo más importante: es de lo más económico en
Dunedin y tiene Wi Fi libre), me di una ducha, cené, y a eso de las
diez de la noche salí a dar una vuelta.
El viento helado me
desanimó al principio. La falta de gente me desanimó a los pocos
minutos. Pegarme la media vuelta fue cosa de media hora. Parece que
los viernes, me explicaron después, la gente va de la oficina al bar
directo, y por eso se vuelven casi todos temprano. Hay clubes, pero
hay que saber dónde están, y hay más movida los sábados. Yo lo
único que moví fueron los pies abajo de la frazada, porque no se me
calentaban más.
Esa en realidad fue el
último fracaso de una serie de intentos cortados aquel día: más
temprano me había encaminado a la Otago Peninsula, que parece tener
lugares muy bonitos, pero a los cinco kilómetros de la entrada se
cortaba el camino porque unos vagos estaban trabajando. Entonces me
encaminé al Larnach Castle, el único castillo en Nueva Zelanda,
pero al llegar me enteré que para ir y sacarle fotitos nomás había
que desembolsar como treinta dólares, así que al igual que los tres
coches adelante mío, di vuelta en U y pito catalán. Para ver
castillos en serio espero a ir a Europa loco, que estos kiwis a veces
se pasan de vivos.
Al día siguiente me
levanté tempraneli y me fui a los jardines botánicos, que estaban
escarchados de punta a punta. Mientras el sol iba calentando pude ver
un invernadero bonito, un par de fuentes, esculturas pedorroicas y
apreciar los suburbios en las colinas desde una terraza imitación
mediterránea. Lindos jardines, a pesar del invierno.
Siendo verano, aquella vez
con la hermana de Cecilia, fui también a los Jardines Chinos. Debo
decir que la única debilidad de estos jardines es que son puro
concreto imitación piedra, y que podrían ser más grandes. Pero la
verdad me encantaron. Con su mini laguna con pececitos, patos y
nenúfares, puentecitos, kioskos, detalles orientales por todos
lados, logra crear una atmósfera especial.
Me perdí de ir al Museode Otago de bolas tristes nomás, porque le pasé a una cuadra y me
di cuenta muy tarde, cuando me daba paja volver un kilómetro hacia
atrás. Pero sí fui a la Galería Pública de Arte.
Ahí tenían en exhibición
algo así como una muestra itinerante de arte británica que, sin
rodeos, me pareció una bosta. Pero la colección permanente sí se
portó mejor. Había de todo un poco pero recuerdo que destacaba un
Monet, un Pissarro, una serie de aguafuertes de Claude Lorraine, y
alguna otra cosa que se me escapa. Pero bonito.
Lo que más me agradó de
la ciudad, sin embargo, fue LA biblioteca pública. Una alta
biblioteca loco. La mejor que vi, incluso mejor que la de Auckland.
Es enorme y tiene muy buena señal de Wi Fi, tiene bancos cómodos,
lugares para echarte a leer y habitaciones para echarte a descansar.
Y está llena de gente todo el tiempo. Oh maravillosa biblioteca
pública de Dunedin, si todas las bibliotecas del mundo fueran como
vos...
Sin mucho más por ver y
con el siguiente destino fijado, encendí motores y activé el GPS
del celular: estaba listo para dar otro paso más al Sur.
Rafa Deviaje.
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