sábado, 27 de junio de 2015

Horror en Takaro Luxury Lodge


Después de pasar una noche en la primera hut del Hump Ridge Track, manejé derecho hasta a Te Anau, un pueblito desde donde se parte fácilmente hacia varios puntos que quería recorrer. Pagué una noche en el YHA hostel, me di una ducha, lavé la ropa, comí abundante, y me puse todas las pilas para el próximo día.

Pero amaneció nublado y con cinco centímetros de nieve sobre todo Te Anau, y con un pronóstico climático horrible. Después de cavilar y ver mis opciones, busqué un lugar en el cual quedarme unos días sin gastar plata, esperando buen clima. Así fue que encontré el teléfono del Takaro Luxury Lodge, un lugar que aceptaba wwoofers, a unos treinta kilómetros de Te Anau.


Me encogí de hombros y manejé hasta el lugar, que estaba alejado. Mierda que estaba alejado de todo. Pasé un portal enorme que decía Takaro Lodge y seguí manejando unos diez minutos por un caminito hermoso en un valle encantado, cubierto de nieve y musgo y pinitos mágicos. Avisté finalmente unos edificios y me fui a reportar en la recepción.

Conocí a Fiona y a Sonch, las dos mujeres que administraban el lugar dando órdenes con acento de mafia rusa. Conocí también a una pareja de irlandeses que habían llegado el día anterior para hacer lo mismo que yo. Me explicaron que este invierno el lodge estaba cerrado por unos trabajos que estaban haciendo, me mostraron dónde iba a dormir y me dijeron que no había recepción para celulares. Ok, el paisaje era hermoso y la comida era abundante y cien por ciento casera: ¿que tal malo podía ser?


Al día siguiente trabajé con el irlandés amontonando madera y charlando de política y literatura y del puto frío que hacía. Cuando terminamos eso, nos dieron palas y una escalera y nos mandaron a palear la tierra que estaba sobre el techo de un edificio que iban a demoler. Claro, el lugar era tan top que todos los techos tienen pasto. Y ahora nosotros éramos los boludos paleando desde ahí arriba...


Al siguiente día apareció un alemán callado, llamado Mathis, y los tres fuimos a palear al techo, congelándonos los mocos. De repente, a media mañana (una media mañana hermosa, sin una sola nube, cagándose por completo en el pronóstico) empezamos a oír ruido como un celular en vibrador gigante, sonando en el bosque atrás nuestro. "Orcos", dije, reímos, hicimos más chistes y conjeturas, pero no supimos de qué se trataba.

Y al rato el irlandés nos llama la atención: en una palada de tierra acababa de encontrar un pedazo de hueso, amarillento y sucio. Lo miré con cara de quien entiende del asunto y dije: "no es humano". "No no", dijo el irlandés, "son los restos del último wwoofer". Volvimos a reír y seguimos paleando y para el momento del almuerzo estábamos tan hambreados que me bajé media hogaza de pan casero con manteca.


Al siguiente día, cuyo amanecer rosado y gélido fue sublime, vimos desde el techo un helicóptero sobrevolar el valle. "Van a rescatar al boludo que soplaba el cuerno orco ayer", bromeé. Pero cuando una hora después lo vimos volver, con algo colgado, grande y pesado, no hicimos ningún chiste. Esa tarde empezamos a notar algunos síntomas de aislamiento y falta de internet, mientras contemplábamos por la ventana cómo empezaba a nevar nuevamente. El irlandés me dijo que se quería ir. Que el lugar era frío, las tareas aburridas, los días cortos, y los huesos en el techo, sospechosos.


Al día siguiente se nos unió otro alemán, zarpado charlatán. Como si fuera el colmo, decidí que también había sido suficiente experiencia para mí: aprovechando lo que parecía ser una buena racha de días soleados, me las tomaba del Lodge, y Mathis se venía conmigo. Pero el problema fue que, al ir a buscar a Sonch para decirle que me quería ir, ella me salió a mi encuentro para decirme que mi auto tenía una goma en llanta. Chan.

Los irlandeses desaparecieron y yo me empecé a preocupar: ¿y si los rusos que manejaban el lugar no me querían dejar ir? ¿Y si nos seguían engordando con comida deliciosa para comernos después a nosotros, tipo Hansel y Gretel? ¿Y si mis huesitos terminaban sobre el techo del nuevo edificio? ¿Y si enloquecía y agarraba un hacha y empezaba a matar a todos los del lodge, y me moría congelado en un laberinto?


Por suerte también estaba Mike trabajando en el lodge. Mike era kiwi y había sido mecánico para una casa de empeño en Las Vegas. Era chistoso y macanudo, tenía un millón de historias y me salvó la vida: trajo de su casa un compresor y encontramos un tornillo clavado causando los problemas. Por suerte, la goma parecía resistir.


Así que apenas pudimos, Mathis y yo tiramos todos nuestros petates en el auto, nos fuimos a despedir de Sonch y Fiona, que resultaron ser bondadosas y comprensivas en vez de las brujas que imaginé en mi peor momento, y nos dirigimos de nuevo a Te Anau. Al final los huesos parecían pertenecer a varios ciervos, y el helicóptero era del Department of Conservation, que sale a liquidad ciervos cuando son mucha plaga; lo que quedó en el misterio fue el cuerno orco, pero bueno, siendo Nueva Zelanda...

Yo sólo rogaba, suplicaba a los cielos que el clima se mantuviera unas veinticuatro horas más como se había portado la última semana: con Mathis queríamos ir a Milford Sound, una de las maravillas neozelandesas.



Rafa Deviaje.

viernes, 26 de junio de 2015

Hump Ridge Track


Alejándome de Invercargill (ivecaaguil) las cosas se empezaron a poner lindas. Tenía decidido ir al Norte, pero de a poquito. Por eso manejé hasta el más austral de las caminatas del Parque Nacional de Fiorland (el más grande de Nueva Zelanda, Patrimonio de la UNESCO y las pelotas): el Hump Ridge Track.


Dicha caminata sigue la costa sur del Parque, y requiere cuatro días para llegar a la punta más Oeste. O sea que para ir y volver, son ocho días. Y como el clima era medio fulero y yo no estaba recuperado lo que se dice cien por ciento, preferí ir a la primera cabaña para pasar la noche y volver.


Amaneció decididamente fulero, nublado y gris, casi como el inicio de Harry Potter, salvo porque era miércoles. Y las primeras dos horas de caminar fueron bastante aburridas: iba por un sendero para 4x4 mitad inundado, alternando por saltitos en la playa fría y ventosa.

Pero al introducirme en el bosque, la cosa cambió. La vegetación era la usual, entre helechos palmera y árboles altísimos, pero tenía la magia de que todo, hasta las ramas superiores, estaban cubiertas de musgo espeso. La luz se filtraba de a ratos, creando ambientes de película en cada rincón. Y el mar que se escuchaba romper a los pies del acantilado. Por momentos esperaba que se me apareciera un velocirraptor, por momentos, la Princesa Mononoke. Lamentablemente ninguna de estas cosas sucedió, pero sí apareció un parajito fantail que me siguió, pegado a los talones, como dos kilómetros, y lo bauticé Sarapín.


En un momento en que se vuelve a ir por la playa casi fui succionado por las olas, ya que la marea estaba en su tope máximo. Por suerte pude correr al lado del acantilado e ir saltando en pedazos viejos de árboles caídos, y evité mojarme las patas. Pero fue bueno para meterle emoción a la cosa y comprobar de nuevo que mis botitas de hiking se la re bancaban.

Llegué a la Port Craig School Hut a las cinco horas y media de caminar, y me encantó. Esta no era una cabañita de medio pelo como en las que había pernoctado hasta la fecha, sino un edificio hecho y derecho, grande y robusto, con diecinueve camas cucheta, pileta para lavar vajilla y estufa a leña.


Ahí pegado está el Port Craig Village, un complejo de cabañitas top (clausurado) a donde parece que van a vacacionar boy scouts o gente que paga mucho o algo así. Y por unos caminitos simpáticos se puede recorrer la zona en la que estuvo el citado Puerto Craig, un antiguo aserradero. Hay maquinaria vieja oxidándose, pedazos de ladrillos y porcelana, cachos de fierro, etcétera.

Después podés bajar unos ciento dieciocho escalones empinados hasta la playa, donde tenés más maquinaria antigua (y donde dicen que se pueden avistar pingüinos y delfines, pero no ese día). Bonita la cosa. Yo hasta intenté hacerme el Indiana Jones y me salí del sendero para hurgar el bosque en busca de arqueologías, y sólo encontré pedazos de botellas. Que, calculo, eran las cervezas de los boy scout del año pasado.

Al día siguiente me pegué la vuelta. Había otra cabaña a la que podía acceder, a mitad de camino, abriéndome en forma de Y, pero para eso hubiera necesitado más alimento en mi mochila, y no lo tenía. Y como tampoco tenía ganas de pasar hambre, no fui. Se me cruzaron un par de ciervos y no fui tan rápido como para sacarles una foto ni darles caza, así que no había esperanza de prolongar la caminata.

El que reapareció fue Sarapín, y me acompañó esta vez como durante una hora y media. Se peleó con otros fantails que se nos cruzaban en el camino pero yo le chiflaba y se venía atrás mío; e incluso cruzó un puente largo, con miedo pero con decisión, cuando vio que yo lo esperaba y llamaba del otro lado. Pero al igual que con Trapito, el trucho se las tomó atrás de alguna pajarita y no lo vi más.

Volví al auto con frío y cansancio, me liquidé el contenido de dos o tres latas varias, y manejé hasta Te Anau: portal del camino a Milford Sound, uno de los destinos imperdibles de Nueva Zelanda.



Rafa Deviaje.

jueves, 25 de junio de 2015

Maori Beach


Como de costumbre, las cosas no salieron para nada como yo las había planificado: no conseguí un huésped wwoofer, no hice el recorrido de tres noches atravesando un sector de la isla, ni siquiera me puse al día con elblog. Pero el mecánico me llamó una tarde para decirme que habían encontrado la falla en el auto y que me iba a salir un ojo de la cara. Así que me encogí de hombros, reservé fecha para volverme en ferry a tierra firme (o isla más grande, que en definitiva es lo que siempre hacemos, ir de una isla a otra), y me dispuse a hacer la última caminata que me había aconsejado Estela, aquella viejita adorable de la oficina del Department of Conservation.


Arranqué bien temprano: sabía que si me atrasaba las horas diurnas no serían suficientes. Caminé por la ruta al lado de varias bahías y después me desvié hacia unos “gardens” que estaban altamente embarrados y que de gardens no tenían un joraca. Seguí mi caminito junto a la costa, con destino a la Maori Beach, o playa maorí.

El clima estaba menos lluvioso que los días anteriores. Si bien me había acostumbrado a que cada diez minutos lloviera, algún que otro rayito de sol me alentaba a seguir. Llegué al camping de la playa maorí dentro del horario previsto, comí algo, paseé alrededor y vi caracoles por docenas y hasta pedazos de algún coral medio esponjoso, y unos minutos que brilló el sol en todo su esplendor, me senté reparadito sobre una mini duna de arena a descansar. Ese lugar, en verano, se debe re poner. Sólo que el agua está muy fría para nadar, y tiene muchos tiburones blancos (parece ser una de las zonas más densamente pobladas de great white sharks del mundo, ¿qué tal?).


A la vuelta el solcito se mantuvo y volví a sacar muchas de las fotos que había sacado antes, pero más bonitas. Tuve la suerte de ver un ciervo escabulléndose de mí en el bosque y de ver un arco íris sobre la bahía del pueblo (Halfmoon Bay, o Bahía Medialuna, me daban ganas de clavarme un desayuno cada vez que leía el nombre en el mapita... incluso me da ganas ahora que lo escribo).


Esa noche me despedí del yanqui (a quien de ojete le gané dos partidas de ajedrez), de la sueca (a la que con el yanqui le enseñamos a jugar al ajedrez), de la finlandesa (a la que ayudé a completar unos rompecabezas re jodidos) y de la taiwanesa (con la que salimos a una noche a tratar de ver un kiwi silvestre, pero fracasamos).


Bien temprano a la mañana siguiente volví en el ferry, una maorí me levantó en la ruta y me llevó hasta el mecánico (una capa de maorí, encargada de transmitir antiguos conocimientos y prácticas a las generaciones jóvenes) y ahí me esperaba mi autito, ronroneando y listo para seguir. Así que seguí, ahora rumbo al Norte.



afa Deviaje.

miércoles, 24 de junio de 2015

Caminando al Arroyo Ryans

Al segundo día de estar en Stewart Island hice un segundo intento de conseguir alguien para quien trabajar un par de horitas por día, pero no hubo caso. Así que desistí.

Una viejita demasiado amable de la oficina del Department of Conservation que tenía cara de Estela me armó un par de itinerarios de caminatas que no me agobiaran tanto, ya que mi salud no terminaba de mejorar y el clima frío y húmedo y constantemente lluvioso no ayudaba (aunque una vez acostumbrado ya no jodía).

Me alejé hacia un caminito de ida y vuelta que se llama Fern Gully. Estaba embarrado de bote a bote, pero me encantó. Los helechos al nivel del suelo, los enormes helechos palmera, las lianas, el arroyo, los degradé y tornasolados del bosque, el constante murmullo de la lluvia... Me fascinó.


Después seguí por un camino en círculo que lleva hasta el Ryans Creek. Tenía más de lo mismo, pero un poquito menos espectacular, y después el sendero iba subiendo y bajando pegadito al mar. Ahí yo empecé otra vez a echar bofes.


Llegué exhausto, después de unas tres horas y media de caminata, al hostel. Se venía el fin de semana y yo tenía que descansar para reponerme completamente. Y de alguna forma que no entiendo bien, en esta islita se sentía bien procrastinar, no hacer nada, huevear, divagar con la mente... En la farm me volvía loco si no me mantenía ocupado, pero acá... Acá había una clara sensación de aislamiento (el primer día me sentía DiCaprio en Shuttered Island), pero de aislamiento placentero, de retiro, de montaña mágica y lo que se te ocurra. Island of tranquility le dicen a Stewart Island en un folleto. Ultra tranquility my friend, le pondría yo.



Así que el fin de semana me lo pasé echado en sillones, viendo Alf y Robotech, charlando con los chicos que trabajaban en el hostel: un yanqui, una taiwanesa, una sueca y una finlandesa. Todos tranquilos, silenciosos, procrastinadores en comunión. Y así pasó el fin de semana. Namasté.



Rafa Deviaje.

jueves, 18 de junio de 2015

Rakiura/Stewart Island: nunca tan al Sur


Las dos noches pasadas en Catlins me habían dejado con un resfrío/casi gripe galopante, así que los dos días y dos noches que pasé en Invercargill (¿pronunsieishon?: ivecaaguil, así que comete todas esas erres y vas bien) con la pareja que me hospedó no fueron la gran cosa. Espero que no crean que todos los argentinos se enferman así de fácil y mantengan sus puertas abiertas.


Por otro lado, Invercargill no es nada atractiva. Es espaciosa como Christchurch pero está casi despoblada. Tiene un par de edificios copados, pero ni son la gran cosa. Tiene lindo Internet en la biblioteca, y que ahí pasé la mayor parte del tiempo, ya que no me pintaba pasármela convaleciente en la casa de esta gente. No estuvo tan mal: pude ponerme al día con Game of Thrones.

Pero bueno, como el auto iba a tener que estar con el mecánico un tiempo indeterminado e Invergargill era una cagada, decidí gastar plata, irme de vacaciones y alejarme de mis problemas. Reservé un pasaje en ferry a StewartIsland, la isla habitada más austral de Nueva Zelanda, mandé un mensaje a un wwoofer que encontré en la web, y armé la mochila bien ligero.



Una pareja muy amable que había vivido por doce años en la isla me llevó hasta Bluff, donde termina la Route 1 y donde está la terminal del ferry. Y emocionado, me embarqué. Las olas se pusieron grandes y la alegría se me subió a la garganta. Nunca había estado en un barquito de ese tamaño, zarandeado por olas de, calculo, hasta cinco metros, pero me encantó. Supe en ese instante que había tomado la decisión correcta.

Arribé de noche a la isla y busqué el único hostel no cierra en invierno. Había cuatro personas, pero todos trabajaban ahí por accomodation, y no necesitaban a nadie más. Pasé una noche moqueando y dando vueltas, y al día siguiente fui a contactar a mi wwoofer.

Lamentablemente el tipo no estaba en la isla, y como todo estaba cerrado o porque tuve mala suerte, no conseguí nadie con quien trabajar por accomodation. Lo que sí, un viejito me paró en la calle y me invitó a ver el barco a escala que había hecho su abuelo o bisabuelo hacía ciento treinta y cinco años. Cool.



En definitiva, si iba a estar en Stewart Island iba a tener que pagar por mi estadía. Pero como el hostel era lindo y calentito (de hecho lo único malo es que se llama Hilltop y le hace honor a su nombre, porque tenés que subirte una zarpada pendiente para llegar), decidí pagar unas noches por adelantado y disfrutar de la islita con su clima indeciso,lluvioso y cambiante, sus callecitas silenciosas y zigzagueantes, su tranquilidad infinita, su invitación a procrastinar y descansar, sus camintas cortas que enseguida me dediqué a fotear.



Rafa Deviaje.