Caminé hacia Asakusa por calles secundarias, atrapando nuevos geocaches y haciendo una parada elemental en un FamilyMart: de los cuatrocientos treinta y un yenes que me quedaban, me gasté trescientos diez en un panchito y un melonpan. (¿No les hablé de lo geniales que son los panes de melón en Japón? Porque se zarpan, se zarpan mal, especialmente uno glaseado de blanco que sólo conseguí en Kyoto y que me encantaría estar comiendo ahora mismo.)
Pasé por la zona más comercial, que se empezaba a iluminar y a oler rico, pasé por el Don Quijote (de todos a los que fui, el de Asakusa es el que más me gustó, porque aunque no es tan completo, el edificio está de puta madre). Miré de lejos el mini parque diversiones para nenes y tarados, y me encaminé hacia el Senso-ji, el templo más visitado de Japón, para realizar unas tomas nocturnas y con menos gente alrededor... Bueno, lo de menos gente se quedó en la intención: había casi tantos visitantes como la otra vez que fui, de mañana. Lo que sí, con la iluminación y el sonido de murmullos y risitas contenidas de turistas, me pareció muchísimo más lindo.
Vi en el celular que había un geocache ahí escondido ahí entre la gente, y mientras me encaminaba hacia allá por la calle comercial Nakamise, me crucé, primero, con una familia de españoles a los que saqué del aprieto de no entrar en una selfie, sacándoles una foto decente a la distancia. Y después me paró una flaca con una alcancía.
"Mirá que no me queda casi nada en la billetera", le dije. "No importa, todo ayuda", me dijo, y recordé mi propia experiencia en la Colecta para Un Techo Para Mi País y, haciendo un gesto que podría haber quedado re magnánimo pero que fue totalmente ratón, saqué mi billetera y la vacié en su tarrito: adiós mis ciento veinte yenes restantes. Ahora Miki me iba a tener que comprar el desayuno...
Encontré aquel geocache, oculto entre la muchedumbre, al alcance de la vista de todas las manos que sólo sostienen celulares y cámaras de fotos, a la vista de todos los ojos que sólo apuntan hacia la gran puerta de entrada del templo. Y revisando la cajita con pequeños objetos que otros geocachers fueron dejando a lo largo del tiempo, me sentí, por primera vez, parte de ese juego genial que es el Geocaching.
Del bolsillo chiquito de mi jean saqué mi último, único yen, y estuve a punto de ofrecérselo a la cajita escondida. Pero no, fui egoísta y me lo quedé como talismán propio: de Argentina no me queda ni un centavo, de Nueva Zelanda ni de Australia guardo ni un dólar, pero de Japón me traje aquel Yen conmigo, para que me acompañe hacia otros destinos.
Rafa Deviaje.
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