martes, 17 de mayo de 2016

Harashuku, Shibuya y Akihabara


Volviendo del Festival de las Telas decidí ir por segunda vez a Harajuku. Este lugar tiene, para mí, tres atractivos: en una vidriera enorme podés ver a unos locutores que no paran de hablar y te saludan si sos extranjero (no te dejan sacar fotos, vale la pena ir igual, es divertido); tienen un local donde venden galletitas CookieTime (pero no vale la pena, las únicas CookieTime que valen la pena son las de Nueva Zelanda); y tienen la calle Takeshita, que probablemente sea el principal atractivo.

 


A lo largo de esta calle pasás frente a montón de locales que venden ropa de lo más extraña y/o ridícula. Si querés hacerte metalero satánico, o si querés ser un gótico emo de axilas depiladas, o si querés ser un rockabillie con jopo y patillas, o si querés volverte o si querés simplemente disfrazarte de melonpan: Harajuku es tu destino. Me habían dicho varias veces que los fines de semana se llenaba de gente buena onda y que posaban para las fotos, pero ese domingo no los había tantos.

 


Seguí mi camino hacia Shibuya, donde está el cruce peatonal con más peatones en el mundo, y tuve la suerte de cruzarme con una manifestación de protesta. No sé contra qué protestaban porque, claro, no entendí un pito, pero me encantó que fuera todo lo contrario a un piquete: la gente avanzaba por la mitad de una calle, dejando la otra mano libre, y en grupos con intersticios para que el tráfico siguiera circulando. La policía iba adelante y atrás, atentos a todo, tranquipanchos, y los manifestantes iban con pancartas y altavoces y haciendo coros de vaya uno a saber qué. Al final lo remataba un grupo exclusivo de madres y niños, sonrientes con sus carteles y sus protestas.



En Shibuya me quedé unos diez minutos viendo la muchedumbre cruzar y esperar, cruzar y esperar. Me quedé unos veinte minutos escuchando a un flaco que tocaba la guitarra como un mostro en la estación. Y me quedé una media hora en un restorancito de ramen porque tenían una especie de oferta y podía pedir 3 raciones de fideos para el mismo bowl. Una masa.



Con la panza a punto de estallar me fui a recorrer la zona comercial de Shibuya, hice la digestión dándome otro masaje en las sillas súper tecnológicas de un shopping, y entré y salí de tantos lugares que apenas ya recuerdo. Y cuando ya se ponía oscuro me volví en tren hasta Akihabara.



Nunca había paseado por aquel distrito de noche, y me gustó ver que, si bien los negocios otakus más grandes seguían abiertos y concurridos, había toda una vida social de restaurants, karaokes, cafés y pachinkos que, durante el día, es menos llamativa. Deambulé un rato por estas calles ya conocidas y, cuando las piernas me pidieron clemencia, volví al departamento.



Y así pasaron los últimos días en Tokyo. Con Miki salimos a pasear un poco por lugares sin trascendencia, fuimos a batear pelotas lanzadas por máquinas poderosas, comimos en otros sucuchitos, vimos infinidad de muñequitos y boludeces copadas, nos reímos de algunos regalos que compró para llevar a Argentina. Y eventualmente se hizo el día de tomar aviones separados. Nos despedimos en la puerta del departamento, en el sexto piso, abrazo y chau.


Rafa Deviaje.

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