Mi último día en Japón no fue un día fácil. Fue un día contra reloj.
Resulta que teníamos muchas ganas, con Miki, de ir al Museo de Estudios Ghibli, creado por el famoso Hayao Miyazaki (Sen to Chihiro, Totoro, Porco Roso, Ponyo, Nausicaa, Mononoke, etc.) y el grande Isao Takahata (Hotaru no Haka, Omoide Poro Poro, Pompoko, Kaguya Hime, etc.). En nuestra breve primera estadía en Tokyo no pudimos ir al Museo porque nos dimos contra una pared inesperada: lo complejo que es sacar una entrada. Recién cuando estábamos en Hiroshima mi amiga Emi me pudo explicar paso a paso cómo proceder.
Bueno, por si alguna vez quieren ir al Museo Ghibli, yo les explico acá lo que Emi me tradujo: primero, las entradas se sacan por adelantado y a través de unas maquinolas que están en todos los Lawson del país. El día diez de cada mes se abren los cupos para todos los días del mes siguiente. Ahora, cuando estás ahí en la maquinita, tenés que elegir el día y un horario de entrada: a las 10, a las 12, a las 14 o a las 16 horas. Lo mejor es ir temprano, porque cierra a las 18. ¿Qué pasa? Los cupos para entrar antes del mediodía se agotan enseguida.
La entrada yo la saqué el once de febrero, en Nagoya, para ingresar a las 12 en punto del mismo día en que mi avión dejaba Narita, ocho horas después. Me hubiera gustado ir el día previo, pero los martes el Museo está cerrado. Pagué los mil yenes que cuesta la entrada y crucé los dedos para que se me diera el ir al museo y no perder mi vuelo.
Bueno, la hago rápido: pude. Lo dejé a Miki terminando de armar sus valijas para ir a tomar su avión, y me fui con mis yenes contados hacia la estación de Mitaka en tren. Llegué a pata al Museo y me puse primero en la cola. Nos abrieron las puertas quince minutos antes de las doce, chequearon mi reserva, me dieron la entrada para el mini-cine (que es 3 fotogramas de una de sus películas, a mí me tocó Ponyo), dejé mi mochilota donde guardan carritos de bebés, y me volví un niño en una juguetería. En una juguetería tipo la Juguetería Duncan de Mi pobre angelito 2.
Porque el Museo de Ghibli hace honor a la calidad de sus películas.
El edificio está pensado de cero y no se le escapa detalle. Ya sólo la ubicación, en un parque enorme pero cerca del centro de Tokyo, es un lujo. Y llegar y ver una falsa boletería donde hay un Totoro gigante esperándote, y muchos Makkuro Kurosuke apiñándose para espiar afuera por una ventanita, me llenó la panza de magia.
Desde afuera se ven las paredes cubiertas de enredadera, una escalerita espiral, un patiecito hermoso, la cabeza de un robot gigante en la terraza... Pasás la puerta de entrada y llegás al corazón del Museo, con muñecos, con tronos, con puentes que se te cruzan por arriba, con música y sonidos familiares. Eso sí: ni un sólo flash. Por cuestiones de disfrute y respeto, sacar fotos adentro del Museo está totalmente prohibido, y aunque lloraba por sacar la cámara cada cinco segundos debí someterme a la sabia voluntad de aquellos maravillosos creadores.
En ese primer nivel hay un pequeño cine, con tres funciones por hora, donde pasan un corto original. No sé si es siempre el mismo, pero al menos el que yo vi me encantó: es la aventura de una chica que se va al bosque y ofrece manzanas y noodles instantáneos a las distintas fuerzas de la naturaleza y deidades para abrirse paso, e ilustra una filosofía hermosa.
En el lado opuesto al cine hay un salón oscuro donde se detalla y explica de forma totalmente gráfica el funcionamiento del cuadro por cuadro en la animación tradicional, y tenés proyecciones con loops eternos, proyectores que sólo funcionan si vos le das cuerda, e incluso una animación hecha con muñequitos inspirados en Totoro que te hipnotiza... Honestamente te hacés pis encima.
Al segundo nivel podés subir por una compleja escalera y pasadizos ocultos, por la escalera principal o por el ascensor. Y ahí tenés, de un lado, un laberinto para nenes, un manga original y enmarcado para ir leyendo paso a paso (si sabés japonés, obvio), y una maqueta enorme y zarpada basada en la película de Lupin III: el Castillo de Cagliostro. La viejita de seguridad, al ver mis ojitos brillantes, me llamó la atención y, con el placer de pasar un secreto, me mostró un pequeño circulito que había allá abajo del pedestal de la maqueta. Puse el ojo donde me indicaba y vi (spoiler) el tesoro sumergido que Lupin III buscaba en Cagliostro. Genial genial genial.
Del otro lado, en ese segundo nivel, tenés un pequeño tour por lo que sería el estudio de animación originariamente. Y es, a mi parecer, la parte más fantástica del Museo: en tres habitaciones contiguas, chiquititas y plagadas de magia, te exponen todo el trabajo duro detrás de cada película animada: las paredes tapizadas con capas y capas de bocetos, estudios de color, diseño de personajes. Libros enteros con fotos de locaciones, objetos, escenarios. Los storyboard completos de algunas de las películas más célebres. Escritorios llenos de pinceles sucios, lápices, tintas, hojas y más hojas, herramientas, muñequitos. Una biblioteca con tomos en japonés, inglés, italiano, alemán, cubriendo desde literatura clásica, filosofía y manuales de animación. Tenés cofres y cajones para abrir y explorar, tenés frascos llenos de lapicitos diminutos de tanto usar (tenés incluso varios de esos mini lápices a los que pegaban con cinta, culito con culito, para no desperdiciar ni un poco), tenés ceniceros con miles de colillas de cigarrillos, tenés tazas de café y de té, tenés las manchas de la base de las tazas, tenés la magia de un creador de historias expuesta con cuidado y deleite.
En el tercer nivel tenés, de un lado, el negocio (con peluches de lo que se te ocurra, merchandaising terriblemente original, algunas chongadas como aritos de plástico y otras genuinas piezas de arte, como un Castillo Vagabundo de metal que se abre en un montón de cajoncitos ocultos). Y del otro lado hay un gato-bus enorme para meterte adentro (de nuevo, sólo para nenes), y una pequeña librería.
Tenés, además, el acceso a la escalera exterior, que te lleva a la terraza donde hay un pequeño jardín y una escultura tamaño real de uno de los robots de Laputa (sí, qué le vamos a hacer, no pensaron en español cuando nombraron esa película). Zarpado zarpado zarpado.
En un anexo del edificio principal tenés un patiecito de descanso, con una bomba manual de agua y plantitas y regaderas, y un patio de comidas (carísimo y demasiado lleno de gente). Aunque no tenía intenciones de almorzar ahí (o sea, aunque quisiera, tenía los yenes justos para llegar al aeropuerto), fue genial que tampoco se escapaban detalles en la decoración.
Y después está el resto: los baños que son temáticos y pulcrísimos, las lámparas que parecen forjadas en otra era, los picaportes sólidos como de una mansión, los puestos con extintores de incendios con un hacha de bombero, pinturas en las paredes, vitrales, puertas que simulan pasadizos secretos.
Salí casi a las cuatro del Museo, me apuré hacia la estación de Mitaka sufriendo el peso de la mochila después de haber sentido el alma tan liviana durante cuatro horas, me bajé mi último bowl de udon y cerdo adentro de una estación de tren intermedia, vi cómo atardecía por última vez sobre los suburbios de Tokyo y llegué al Aeropuerto de Narita con media hora de sobra y el corazón lleno llenísimo de felicidad. Porque aunque en el viaje me quedaron mil cosas en el tintero, fue un placer inconmensurable poder ir a ese Museo, y no perder el vuelo.
Rafa Deviaje.
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