Abordé esa misma tarde y
a la mañana siguiente nos hicimos a la mar (inserte música de Piratas del Caribe aquí). Me
enseñó de los vientos, de los cabos y las velas, de sus
proyecciones en las cartas y su escrupuloso examen de los pronósticos. Me dejó
pilotear un cacho, charlamos de todo un poco, vimos delfines que se
vinieron a nadar a nuestro lado cuando decidió arriar las velas y
prender el motor; comimos noodles y echamos ancla en una bahía que
difícilmente competía contra la que habíamos dejado el día
anterior.
Pero el día siguiente fue un
poco menos agradable: el prometido viento sur se perdió muy rápido
y terminamos yendo contra el viento y contra las olas bravitas
durante horas y horas. Y el humor del capitán se pudrió rápido,
también. Muchos días de condiciones similares, supuse, lo habían hecho medio agrieta.
Unas mierditas de metal se
rompieron en la vela mayor y, entre insultos a lo Teniente Dan, me
dijo que iba a tener que parar en St. Helens para comprar repuestos.
Esa misma tarde, con las últimas luces y el GPS, nos fuimos
adentrando en el canalcito estrecho que lleva al puerto de St. Helens, pero no
lo hicimos a tiempo.
Tiró el ancla ahí donde
estaba, temeroso de encallar si seguía a ciegas, y nos echamos a dormir. A medianoche yo desperté y vi un cardúmen de peces que comían
las cosas que arrastraba la marea. Encarné una caña con un poco de
tocino y, en diez minutos, saqué tres pescaditos. Pero los devolví:
había decidido ya que no me interesaba llegar a Flinders Island, y
no valía la pena matar pescado si no lo iba a comer.
Dicho y hecho, nos
despedimos a la mañana siguiente con un apretón de manos y la
promesa de que, si algún día me compraba un velero propio, le tenía
que avisar.
Rafa Deviaje.
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