Mi
primer destino después de Hobart fue Lauceston, el segundo lugar más
poblado de Tasmania, que está bien pero aburrió porque no le
encontré personalidad. Así que de ahí, derechito, me fui al Tasman
Backpackers de Devonport, un working hostel que, cuando llegué a la
isla en septiembre, estaba cerrado pero que me había gustado por su
buena onda.
En
el hostel pasé dos semanas, conocí un montón de gente buena onda e
interesante, pero surgió un dilema: no había trabajo. Había sido
una temporada muy mala y febrero pintaba terrible, así que de una
noche a la otra armé la mochila, compré montón de comida en latas
y me fui de paseo a los Parques Nacionales.
El
que más me interesaba se llama Overland, pero es también el más
popular y el único que hay que pagar y reservar por adelantado en
todo Tasmania. Así que opté por hacer uno que está al lado: el
Parque de las Murallas de Jerusalén, cuyo acceso estaba cerrado debido a las inundaciones del año anterior.
(Evitando
chites fáciles sobre la toponimia medioasiáica de Tasmania,
prefiero explicar de entrada y sin humor: un explorador poco original
que tenía un libro que trataba de aquellos lares, decidió, ¿por
qué no?, inspirarse en sus páginas. Así están ahora las Murallas
de Jerusalén, la Acrópolis, el Muro de los Lamentos, Bagdad, el
Monte Templo, el de Salomón y otros tantos.)
La
cosa pintaba interesante: el acceso era a través de una zona que se
llama Central Plateau, o sea meseta central (no plato central, aunque lo describa muy bien): un altiplano lleno de lagunitas (a las que estos
descarados llaman lagos) de no más de diez metros de profundidad,
pantanos y pequeñas lomadas cubiertas de vegetación parda y
pinchuda, con wallabies y serpientes.
El
primer día me perdí: me di cuenta a los cuatroscientos metros de
que había agarrado por el lado equivocado, y en vez de volver para
atrás y hacerlo bien, canchereé con dar un rodeo pipí cucú.
Bueno, no salió: caminé todo el día con mis (estimo) treinta kilos
de latas a cuesta a través de zarzas y matorrales, acampé por ahí,
a la mañana siguiente subí una colina, me reubiqué, volví al
punto de inicio en línea recta, comí tres o cuatro latas al hilo
para aligerar equipaje y arranqué de nuevo al tercer día.
Llegué
al lago Fanny tempranito y seguí unas malas instrucciones que me
habían dado en la Oficina de Turismo, lo cual resultó en perderme
de nuevo. Pero esta vez fue en un bosque denso y complicado. Avanzaba
a trompada limpia, patadas y dentelladas, y así no tardé tanto en
cansarme. Dejé la mochila y avancé un poco más hasta un río
caudaloso e intransitable...
Enojado
volví al lago Fanny, donde tuve la suerte de cruzarme unos
australianos que me indicaron otro camino a través de un valle
lindísimo, lleno de piedras con líquenes, lagunitas, arbolitos
verdes y grandes cadáveres de árboles blancos. Todavía tenía que
avanzar sin un sendero claro, mucho pararse cada dos minutos y ver
cómo sortear dificultades, colinas y serpientes, pero era mucho
más fluido y, aunque fuera Tasmania en vez de Nueva Zelanda, todo el lugar tenía un aire a Tierra Media que me copaba.
Llegué
a la base del Mount Jerusalem, lo trepé de una corrida, almorcé
arriba, y de bajada seguí hasta una cabañita que se veía abajo en
el valle. Ahí conocí a Steve, otro Steve, Ash y Michael (que lo
digo no porque importe sino porque, no sé cómo, todavía me
acuerdo), quienes me dejaron sacar fotos de sus mapas topográficas y
me aconsejaron qué cosas ver y qué cosas no.
También
me advirtieron que no dejara comida ni basura fuera de la carpa
porque estaba infestado de possums, y fue verdad: la primera noche un
possum intentó romper la carpa para acceder a la bolsita de basura
que tenía al lado de mis pies, y cuando lo patié (con ganas) el muy
forro me pegó un mordisco en el dedo chiquito del pie. Curioso fue
que, semidormido y en la total oscuridad del bosque, los insultos me
salieron en inglés.
Al
final, de los grandes planes que hice se cumplió muy poco. Por un
lado el clima fue horrible los siguientes tres días, por otro lado
la comida era menos de la estimada e insuficiente para la gran
travesía que había ideado. Así que después de explorar las
colinas circundantes pegué la vuelta de un tirón: ocho horas y
media de caminata endiablada y de vuelta al estacionamiento.
Ahí
conseguí a un pescador que me llevó al camping del Great Lake
Hotel, donde conocí a Less. Less es un jubilado de setenta años
ciego de un ojo que se manda a manejar desde Canberra con su
camioneta, bote en el techo y una campervan de putísima madre, para
pescar en los lagos de Tasmania. Me dejó cargar el celular en su
casita rodante, me habló de la pesca, de su trabajo como encargado
de aduanas y fronteras, de la mujer que lo dejó súbitamente, de su
hermano que había desaparecido de bebé junto con su madre y con
quien se reencontró cuarenta años después, de su hijo que se había
suicidado y al que mantenía siempre presente usando sus jeans, su
pulóver, su reloj, su cinturón. A la mañana siguiente me ofreció
tocino y huevos de desayuno, nos dimos un apretón de manos de esos
sinceros, y levanté el pulgar hacia Hobart.
Rafa
Deviaje.
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