viernes, 17 de marzo de 2017

Las Murallas de Jerusalén


Mi primer destino después de Hobart fue Lauceston, el segundo lugar más poblado de Tasmania, que está bien pero aburrió porque no le encontré personalidad. Así que de ahí, derechito, me fui al Tasman Backpackers de Devonport, un working hostel que, cuando llegué a la isla en septiembre, estaba cerrado pero que me había gustado por su buena onda.


En el hostel pasé dos semanas, conocí un montón de gente buena onda e interesante, pero surgió un dilema: no había trabajo. Había sido una temporada muy mala y febrero pintaba terrible, así que de una noche a la otra armé la mochila, compré montón de comida en latas y me fui de paseo a los Parques Nacionales.


El que más me interesaba se llama Overland, pero es también el más popular y el único que hay que pagar y reservar por adelantado en todo Tasmania. Así que opté por hacer uno que está al lado: el Parque de las Murallas de Jerusalén, cuyo acceso estaba cerrado debido a las inundaciones del año anterior.


(Evitando chites fáciles sobre la toponimia medioasiáica de Tasmania, prefiero explicar de entrada y sin humor: un explorador poco original que tenía un libro que trataba de aquellos lares, decidió, ¿por qué no?, inspirarse en sus páginas. Así están ahora las Murallas de Jerusalén, la Acrópolis, el Muro de los Lamentos, Bagdad, el Monte Templo, el de Salomón y otros tantos.)


La cosa pintaba interesante: el acceso era a través de una zona que se llama Central Plateau, o sea meseta central (no plato central, aunque lo describa muy bien): un altiplano lleno de lagunitas (a las que estos descarados llaman lagos) de no más de diez metros de profundidad, pantanos y pequeñas lomadas cubiertas de vegetación parda y pinchuda, con wallabies y serpientes.


El primer día me perdí: me di cuenta a los cuatroscientos metros de que había agarrado por el lado equivocado, y en vez de volver para atrás y hacerlo bien, canchereé con dar un rodeo pipí cucú. Bueno, no salió: caminé todo el día con mis (estimo) treinta kilos de latas a cuesta a través de zarzas y matorrales, acampé por ahí, a la mañana siguiente subí una colina, me reubiqué, volví al punto de inicio en línea recta, comí tres o cuatro latas al hilo para aligerar equipaje y arranqué de nuevo al tercer día.




Llegué al lago Fanny tempranito y seguí unas malas instrucciones que me habían dado en la Oficina de Turismo, lo cual resultó en perderme de nuevo. Pero esta vez fue en un bosque denso y complicado. Avanzaba a trompada limpia, patadas y dentelladas, y así no tardé tanto en cansarme. Dejé la mochila y avancé un poco más hasta un río caudaloso e intransitable...




Enojado volví al lago Fanny, donde tuve la suerte de cruzarme unos australianos que me indicaron otro camino a través de un valle lindísimo, lleno de piedras con líquenes, lagunitas, arbolitos verdes y grandes cadáveres de árboles blancos. Todavía tenía que avanzar sin un sendero claro, mucho pararse cada dos minutos y ver cómo sortear dificultades, colinas y serpientes, pero era mucho más fluido y, aunque fuera Tasmania en vez de Nueva Zelanda, todo el lugar tenía un aire a Tierra Media que me copaba.


Llegué a la base del Mount Jerusalem, lo trepé de una corrida, almorcé arriba, y de bajada seguí hasta una cabañita que se veía abajo en el valle. Ahí conocí a Steve, otro Steve, Ash y Michael (que lo digo no porque importe sino porque, no sé cómo, todavía me acuerdo), quienes me dejaron sacar fotos de sus mapas topográficas y me aconsejaron qué cosas ver y qué cosas no.


También me advirtieron que no dejara comida ni basura fuera de la carpa porque estaba infestado de possums, y fue verdad: la primera noche un possum intentó romper la carpa para acceder a la bolsita de basura que tenía al lado de mis pies, y cuando lo patié (con ganas) el muy forro me pegó un mordisco en el dedo chiquito del pie. Curioso fue que, semidormido y en la total oscuridad del bosque, los insultos me salieron en inglés.


Al final, de los grandes planes que hice se cumplió muy poco. Por un lado el clima fue horrible los siguientes tres días, por otro lado la comida era menos de la estimada e insuficiente para la gran travesía que había ideado. Así que después de explorar las colinas circundantes pegué la vuelta de un tirón: ocho horas y media de caminata endiablada y de vuelta al estacionamiento.




Ahí conseguí a un pescador que me llevó al camping del Great Lake Hotel, donde conocí a Less. Less es un jubilado de setenta años ciego de un ojo que se manda a manejar desde Canberra con su camioneta, bote en el techo y una campervan de putísima madre, para pescar en los lagos de Tasmania. Me dejó cargar el celular en su casita rodante, me habló de la pesca, de su trabajo como encargado de aduanas y fronteras, de la mujer que lo dejó súbitamente, de su hermano que había desaparecido de bebé junto con su madre y con quien se reencontró cuarenta años después, de su hijo que se había suicidado y al que mantenía siempre presente usando sus jeans, su pulóver, su reloj, su cinturón. A la mañana siguiente me ofreció tocino y huevos de desayuno, nos dimos un apretón de manos de esos sinceros, y levanté el pulgar hacia Hobart.



Rafa Deviaje.

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