Como
decir que Hobart tiene dos caras. Una es la de ciudad pintoresca y
sencilla, chiquita (Hobart es, en realidad, un pueblo hecho capital)
pero entretenida, con su Salamanca Market de los sábados (donde me
compraba miel por kilo), con sus cientos de cafés con estilo, pubs
con sonrisas y restaurantes con comida exótica. Con su vista del
monte Wellington, con su muelle de aguas tranquilas, barquitos
bonitos, fish and chips en la costanera, con sus playitas de agua
fría, sol ultravioleta y viento helado.
La
otra cara de Hobart es la gente: extranjeros enamorados de Tasmania,
que se conocen entre todos, que se sonríen todo el día y son
amables, pero que esconden cosas, muchas cosas, generalmente muy mal
enterradas.
La
otra cara de Hobart, también, es el clima: lluvia, frío, calor,
nieve en verano, arco iris sin nubes. Tanto la gente como el clima
son difíciles de fiar.
En Hobart hay muchos edificios viejos, con salidas de
emergencia (firescape suena más copado) y cañerías que se asoman
al exterior, reptan por las paredes y los ladrillos: parecen los
huesos y las venas de animales ancianos y enfermos.
O
quizás esa sea mi percepción después de tantos desencantos:
durante tres meses, desde octubre hasta el primero de enero, trabajé
en un restaurante de comida turca. Los dueños eran dos viejitos
amigables y geniales (ella turca, él alemán), llenos de historias,
amantes de la música clásica, llenos de problemas arrastrados en el
tiempo y mala salud.
Por
aquella atmósfera de familia cercana que emanaban ignoré muchas
otras ofertas de trabajo, y lo lamenté en serio. Porque (resumiendo
lo que podría ser una novela de siete epílogos en dos párrafos) me
caminaron: me llenaron de promesas, trabajamos en el cambio de
estética y publicidades que no se materializaron, me alimentaron con
manjares deliciosos... pero nunca trabajé la cantidad de horas que
habíamos acordado, nunca siquiera tuve horario fijo, nunca tuve un
recibo de sueldo real. Y, al momento que escribo, todavía sigo sin
tener la mitad de la plata que debía haber ganado.
Renuncié
dos veces a aquel trabajo. La primera vez volví porque no había
muerto mi curiosidad, y no estaba seguro al cien por ciento. ¿Qué
pasaba si, en realidad, era verdad todo lo que la viejita contaba, si
habían sido víctimas de malas gentes y el destino cruel? Por eso
volví, les di otra oportunidad.
Y
aunque intenté con todas mis ganas, es el día de hoy que sigo sin
entender. Mi mejor teoría es que son gente buena, muy buena, que se
acostumbró a hacer trampa cuando las cosas dejaron de salir bien.
Tan buena gente y con tan mala suerte que, quizás, hasta se creyeron
con el derecho de hacerle trampa a los demás.
Como
sea que fuere, la segunda vez que renuncié, fue ya sin dudas, sin
remordimientos, y con la mochila casi al hombro.
Rafa Deviaje.
No hay comentarios:
Publicar un comentario