viernes, 3 de marzo de 2017

Hobart, la parte que estuvo un poco mal


Podría hablar de Hobart como Marco Polo habla de sus Ciudades Invisibles a Kublai Khan, pero el resultado sería desastroso. Así y todo me voy a tomar ciertas licencias poéticas.




Como decir que Hobart tiene dos caras. Una es la de ciudad pintoresca y sencilla, chiquita (Hobart es, en realidad, un pueblo hecho capital) pero entretenida, con su Salamanca Market de los sábados (donde me compraba miel por kilo), con sus cientos de cafés con estilo, pubs con sonrisas y restaurantes con comida exótica. Con su vista del monte Wellington, con su muelle de aguas tranquilas, barquitos bonitos, fish and chips en la costanera, con sus playitas de agua fría, sol ultravioleta y viento helado.


 


La otra cara de Hobart es la gente: extranjeros enamorados de Tasmania, que se conocen entre todos, que se sonríen todo el día y son amables, pero que esconden cosas, muchas cosas, generalmente muy mal enterradas.

La otra cara de Hobart, también, es el clima: lluvia, frío, calor, nieve en verano, arco iris sin nubes. Tanto la gente como el clima son difíciles de fiar.



En Hobart hay muchos edificios viejos, con salidas de emergencia (firescape suena más copado) y cañerías que se asoman al exterior, reptan por las paredes y los ladrillos: parecen los huesos y las venas de animales ancianos y enfermos.

O quizás esa sea mi percepción después de tantos desencantos: durante tres meses, desde octubre hasta el primero de enero, trabajé en un restaurante de comida turca. Los dueños eran dos viejitos amigables y geniales (ella turca, él alemán), llenos de historias, amantes de la música clásica, llenos de problemas arrastrados en el tiempo y mala salud.


 

Por aquella atmósfera de familia cercana que emanaban ignoré muchas otras ofertas de trabajo, y lo lamenté en serio. Porque (resumiendo lo que podría ser una novela de siete epílogos en dos párrafos) me caminaron: me llenaron de promesas, trabajamos en el cambio de estética y publicidades que no se materializaron, me alimentaron con manjares deliciosos... pero nunca trabajé la cantidad de horas que habíamos acordado, nunca siquiera tuve horario fijo, nunca tuve un recibo de sueldo real. Y, al momento que escribo, todavía sigo sin tener la mitad de la plata que debía haber ganado.



Renuncié dos veces a aquel trabajo. La primera vez volví porque no había muerto mi curiosidad, y no estaba seguro al cien por ciento. ¿Qué pasaba si, en realidad, era verdad todo lo que la viejita contaba, si habían sido víctimas de malas gentes y el destino cruel? Por eso volví, les di otra oportunidad.


 

Y aunque intenté con todas mis ganas, es el día de hoy que sigo sin entender. Mi mejor teoría es que son gente buena, muy buena, que se acostumbró a hacer trampa cuando las cosas dejaron de salir bien. Tan buena gente y con tan mala suerte que, quizás, hasta se creyeron con el derecho de hacerle trampa a los demás.



Como sea que fuere, la segunda vez que renuncié, fue ya sin dudas, sin remordimientos, y con la mochila casi al hombro.


Rafa Deviaje.

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