Desde el inicio de mi viaje yo tenía una pequeña ambición frustrada: encontrar un lugar que me gustara y quedarme ahí viviendo por unos meses. No suena muy difícil, pero lo cierto es que circunstancia tras circunstancia terminé siempre arrastrado por el viento. Igualmente apostaba todo a que esta vez, en Hobart,iba a tener mi lugarcito.
Y
lo fue. Pero, otra vez, nada salió como esperaba.
Empecemos:
cuando me fui de Devonport a Hobart haciendo dedo tuve mucha suerte:
dos minutos pulgar arriba y viaje derecho hasta la puerta del
Imperial Backpackers, céntrico y con buen Wi Fi.
Reservé
habitación, pedí que me pusieran en la lista de posibles
housekeepers (para trabajar unas horitas a cambio de cuarto gratis,
como ya había hecho en Nueva Zelanda), y me fui a encontrar con dos
argentinas que había contactado previamente a través de facebook.
Nos
caímos bien mutuamente y esa misma noche fuimos a un grupo de
Conversaciones en Español (donde se reúnen latinos varios, europeos
y locales con ganas de aprender). Sorpresa fue encontrarme a la
recepcionista del Imperial Backpackers y conocer a un australiano
que, tomador empedernido de mate, hincha de racing y fan de la cumbia
villera, era el más argento de todos.
Y
acá la hago corta: conseguí ese trabajito en el hostel, donde me
tocó cambiar sábanas, limpiar cuartos y limpiar la cocina de punta
a punta, y me quedé unos cuatro meses. Con el tiempo logré que
me dieran una habitacioncita privada (sin ventana pero sin ronquidos
compartidos), y me hice amigo de medio mundo.
Amigo
de huéspedes que vivían ahí desde hacía rato (como una chilena
con acento bonaerense y mucho sentido del humor), amigo de huéspedes
de paso, amigo de otros empleados y empleadas (a muchos de los cuales
entrené y los vi irse), amigo de gente del grupo de Conversación, amigo del sol en la cocina y la brisa suave en las mesas de afuera, amigo de los yuyos del techo y de la única ducha con buen chorro de agua.
Y
hubo peleas, intrigas, agravios, puñales por la espalda, serruchos
bajo los pies, amores correspondidos y corazones rotos,
fiestas varias, cerveza gratis por el fin de año, renuncias masivas, gente que desapareció, buenos ratos junto a las ventanas y todas esas cosas que, de alguna
manera, como era la segunda vez que las vivía, se pegaban menos a la
piel.
Y
me fui a mediados de enero, otra vez hacia Devonport, contento de
haber logrado mi pequeña ambición de una vez por todas.
Rafa Deviaje.
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