En Asakusa, muy cerquita
de donde estábamos, quedaba el Senso-ji, el templo más visitado de
Tokyo. Y es un clásico, una postal, un figureti: la puerta esa
grandota con una monstruosa lámpara de papel rojo colgando.
Previo al templo en sí,
pero formando parte de la atracción, hay una calle comercial donde
podés comprar souvenirs, golosinas, comida al paso, cosas
tradicionales, amuletos, juguetes, qué sé yo. Y ya desde ahí
entendés por qué es el templo más visitado de Tokyo: imposible
sacar una foto sin que se te cruce alguien, imposible caminar en
línea recta. Ahí fue cuando me resigné del todo a mis fotos que
tanto me gustan cuando están sin un humano a la vista: estando en
Japón, me dije, las fotos van a salir con japoneses.
En el patio del templo
había una olla enorme llena de incienso que los fieles iban a quemar
uno atrás de otro, y algunos se demoraban como purificándose en la
humareda. Después el complejo se dividía en distintos edificios más
grandes y más peques, una pagoda reservada estrictamente para
fieles, y muchos pequeños santuarios menores.
Debo confesar que en el
momento me impresionó bastante: el tamaño de la construcción en
madera, el pigmento rojo cubriéndolo todo, las pinturas arcaicas,
las esculturas de dioses y los bichos protectores con cara de malos.
Pero ahora que escribo esto, con montón de templos a cuestas, debo
advertir: Sinso-ji sigue pareciéndome un infaltable, peeeeero no es
la gran cosa.
Cuando nos alejábamos de
allá, después de revolear nuestra monedita en la alcancía del
templo y dar dos palmaditas, nos alejamos por una calle lateral, y
apenas vimos un templito desolado, con su jardincito cuidado y su
silencio, nos sentimos más a gusto, Miguel y yo.
Rafa Deviaje.
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