Salimos una mañana de
Tokyo hacia lo de Shiki, una amiga de la ex novia de un amigo de Miki, quien vivía en Sagamihara, a las afueras de
Tokyo, y a quien Miki le llevaba una carta de parte de esa ex novia.
Nos abusamos de su
hospitalidad quedándonos dos noches en su departamento en el que
entrábamos justito justito, nos cagamos de risa de todo un poco y
nos informamos sobre pros y contras de irse a trabajar a Japón.
Cumplido (y excedido) el deber de cartero, y habiendo leído todo lo
que había para leer sobre hacer dedo en Japón, arrancamos camino.
Muchas de mis amistades
niponas me habían dicho que hacer dedo allá no era bueno, que nadie
me iba a levantar porque no era común, y que hasta era peligroso.
Sin embargo me parecía ridículo. Y decidí que tenía que probarlo.
Tomamos un tren hasta una estación de tren, desde la cual caminamos
hasta una Service Area, que es una zona de descanso con
estacionamiento, locales para comprar comida, baños, zona de
fumadores; y empezamos a hablar con los conductores.
Después de un par de
respuestas negativas y un par de surimasén, en menos de cinco
minutos, un loquito nos dijo que sí, de una, y arriba del auto hasta
una Parking Area varios kilómetros más adelante. Tendríamos que haber visto el Fuji bien de cerca, pero como llovía, no se veía nada denada. Entre el flaco que
hablaba un poquitín de inglés y Miki con su japonés limitado, se
pudo armar una conversación decente durante el viaje, sin embargo la comunicación se complicó después, cuando nos levantó una pareja de edad avanzada. Pero nos convidaron unas cositas de
arroz inflado y nos llenaron de consejos que no captamos del todo.
Ahí nos encontramos en
Suwa City, que rodea el Suwa mizumi, y Miki dijo de pasar ahí una
noche o dos, así que empezamos a buscar una forma para ir de la
Parking Area a la ciudad. Por suerte nos salió al paso un viejo de
información que trabajaba en la PA y, tras meditarlo un momento,
decidió llevarnos él mismo en su auto hasta la estación de tren
más cercana. Porque sí, porque dijo que era parte de su trabajo
(cuando todos sabemos que no lo era), porque era copado. Nos
impresionó su amabilidad desmedida, y también que teniendo
cincuenta y siete años corriera, varias veces por semana, dieciséis
kilómetros alrededor del lago.
En Suwa pasamos dos
noches, y como no encontramos alojamiento adecuado la pasamos en
ciber cafés. Que son mucho más que ciber cafés: tienen pequeñas
habitaciones con distintas comodidades, teles, compus, colecciones
enormes de manga (lástima que estaba todo en ponja), jueguitos,
maquinitas, bebidas gratis y hasta duchas.
En esos dos días nos
recorrimos el castillo local y todos los templos más importantes de la zona: el Shotoku, el Kokokuji, el Hokoji, el Shogan-ji, el Jizo-ji, nos metimos en lugares que no correspondía y nos la pasamos
señalando los carteles dibujados de nenes corriendo en las esquinas,
los locales, los arroyos, los puentes, y nuestro primer onsen: un bañito viejo y húmedo, pero calientito, barato y bien de japonés.
Lo más gracioso fue que en la
tarde del primer día descubrí una misteriosa pagoda perdida allá
en la cumbre de las montañas nubladas, y nos pasamos un rato largo
esa noche tratando de encontrar el camino a la pagoda y considerando
la posibilidad de mandarnos de una a trepar a través del bosque. Finalmente nos dimos
cuenta de que era una torre de metal, probablemente de radio o algo
así. Pero la magia no se perdió, y el lugar nos gustó mucho por
sus pequeñeces y su magia.
Entonces fue cuando me
comuniqué con Ikue, una de mis amigas japonesas con las que trabajé
en la Small Kiwi House de Nueva Zelanda, y le dije que nos dirigíamos
hacia su hogar...
Rafa Deviaje.
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