Habíamos previsto que nos
podía llevar un día entero llegar a lo de mi amiga Ikue, hasta tal
vez dos. Pero habíamos sobreestimado las distancias del mapa, y
subestimado la amabilidad de los japoneses. Pim pum pan Panam: en minutos conseguimos que un camionero nos diera un aventón, y
pocos minutos después, otros dos camioneros que trabajaban juntos
nos cargaron a Miki en un mionca y a mí en el otro, y nos dejaron en
Yoro Parking Area, nuestro destino.
Nos subimos a un trencito
(de dos vagones y vía única) que circunvalaba pueblitos de tejas
pesadas y casitas empotradas en arrozales, nos bajamos en la
estación Mino-Tsuya, y allá nos fue a buscar, para sorpresa
nuestra, la mamá de Ikue.
Llegamos a la casa, que
para los estándares japoneses era grande, y nos recibieron Ikue
misma, la hermana, las dos primitas, la tía y Mei, la perrita. Nos
hicieron tirar los bártulos y nos llevaron a comer ramen. Y
de entrada nos quedaron claros cuáles eran los roles y
personalidades de la familia: Ikue la hija extrovertida; su hermana,
la responsable ortiva; la mamá la consentidora buena onda (buena
onda para nosotros, que nos llenaba de golosinas como a nenitos); la
tía era la pariente que vivía al lado y parecía tener miedo de
romper algo valioso cada vez que entraba a la casa; las dos
sobrinitas eran las colegialas tímidas que saludaban y se ponían a
ver animé o jugar con la PSP.
El padre, al que conocimos
cuando volvimos de comer ramen, y quien ni nos saludó esa noche, fue
el otro personaje: el tipo seco, de poquísimas palabras, afectuoso
sólo con la perra, que trabaja duro para mantener a la familia con
un buen nivel de vida y que se queda dormido sobre el piso, abajo del
kotatsu, pero que en el fondo es un simpático reprimido. No paramos de comentar alegres con Miguel, esos primeros días, lo cliché que resultaba todo.
Ahora, volviendo a aquella
situación de haber caído antes de lo esperado en medio de una
familia nipona, nos encontramos con que todos trabajaban y que no nos
querían dejar solos en la casa mientras ellos estaban afuera (de hecho
como que apenas si podíamos circular, dentro de la casa, del cuarto
al baño a la cocina). Por suerte Ikue le pidió permiso a
su jefa y nos llevó con ella al jardín de infantes.
Jardín de infantes. En
Japón. Con nenitos japoneses. Como treinta nenitos japoneses que nos
vieron y se asustaron, pero que entraron en confianza en dos minutos
y nos brincaron encima y listo, le dije a Miki, cagamos.
En cada momento libre
hacían cola para que los alzáramos y les hiciéramos truquitos de
magia y jugáramos con legos y comiéramos sus vegetales de juguete y
los volviésemos a alzar. Sobrevivimos ese primer día y tuvimos tiempo para asombrarnos con lo ordenaditos que eran, con lo claro que hablaban,
con lo bien que leían (¡empiezan a aprender a los tres años los
loquitos!), con la autonomía con que iban y venían del baño, con
la diligencia con que se servían la comida unos a otros, con lo poco
que peleaban y lloraban.
Terminamos muertos y
doloridos, pero volvimos al día siguiente, y nos encontramos con un
día especial: todos los padres habían ido al jardín porque era el
día del mochi-tsuki, o sea, el día en que se hacía mochi de forma
tradicional. ¿Qué es eso? Mochi es una “tortita de arroz”, lo
que se logra cocinando arroz, metiéndolo caliente en un mortero de
piedra y dándole bravo con una masa enorme de madera hasta que es
una pasta uniforme, blanca y pegadiza. Y nosotros fuimos como una
atracción extra de aquel evento: dos argentinos, uno con barba de
linyera y el otro con peluca de viejo senil, haciendo mochi-tsuki con
el curso del salón usagi-san.
Después, para rematar,
nos pusimos a hacer daifuku, pelotitas chiquitas y prolijas con todo
el mochi, que forma parte de la tradición japonesa de fin de año:
cada nene se llevaría un par de esas pelotitas, que serían
colocadas como ofrenda o amuleto (no entendí bien esa parte) hasta
la primera semana después de año nuevo, momento en que calentarían
los daifuku (duros como cascotes para esa fecha) y se los manducarían.
Al día siguiente nos
escapamos del jardín de infantes y nos fuimos a vagabundear por Mino-Tsuya (donde encontramos un templo que parecía abandonado) y un poco
más cerca de Nagoya (donde empezamos a ver por primera vez cosas que parecían abandonadas); y el sábado fuimos
al jardín con Ikue nuevamente porque, por un lado, sólo habría una
decena de nenitos (que lograron exprimirnos el alma de todas formas)
y porque su jefa, Shima-sensei, la dueña del instituto, nos había
invitado a comer sushi con ella y su marido...
Experiencia que estuvo de
diez: nos reímos, tomamos una cerveza japonesa, le entramos a sushis
de todo tipo tamaño y color (y cuyos precios desconocemos pero que
sin duda no hubiéramos pagado nunca), nos morimos con el wasabi,
casi regurgitamos todo después de tanto sashimi (pescado crudo) y moluscos
desconchados; pero al fin y al cabo esos días resultaron, de punta a punta (contando las comidas y snacks que la mamá de Ikue nos encajaba cada vez que podía,
y las excursiones que hicimos a la plaza con iluminación por fin de año y al Castillo de Gifu, donde vivió Oda Nobunaga), la primera gran experiencia japonesa que vivimos, el Japón
al cien por ciento, la cultura y la comida entrándonos por los cinco
sentidos y respirándola por los poros de la piel.