El hostel que estoy por dejar se llama Kiwi House, y es algo así como un cúmulo de clichés neocelandeces: pertenece a un kiwi que se casó con una ponja, y su loguito es un pajarito kiwi, adentro de una casita, con una hoja de ese helecho de los All Blacks de fondo, la cual aparece en cinco de cada tres logos neocelandeces. (Alta estadística.)
Kiwi House tiene dos sedes: la Main (principal) Kiwi House, y la Small (peque) Kiwi House. En esta última es donde, gracias a la intercesión una japonesa a la que creo que le robé el kokoro, conseguí trabajo por acomodación: con tal de no poner un centavo, seis noches por semana, de las nueve y media a las doce en punto, mi trabajo era limpiar la cocina, sacar la basura, controlar que todo esté tranquilo y (me sentía re Night Watch) echar a los intrusos. Intrusos que como eran todos amigos, bajo mi guardia se quedaban hasta la hora que quisieran. Y viva la pepa.
Al final no viajé un carajo durante los cuatro meses que estuve acá, no me moví mucho más lejos de la Kiwi House. Pero lo tomé como mi declaración de independencia: era la primera vez que vivía por las mías completamente. Nadie me cocinaba ni me decía qué cosas tenía que comprar en el súper, ni en cuál de los súper estaba más barato; nadie me lavaba la ropa y se acordaba de sacarla de la cuerda; nadie me preparaba la vianda del día siguiente, nadie me iba a despertar a los diez minutos si me quedaba dormido. Pero tampoco nadie me decía a dónde salir a pasear un par de horas los domingos, y ese sólo detalle ya bastaba para compensar una semana de dormir treinta horas.
Cuando entré a trabajar en el hostel había unos veintipico de huéspedes, entre ellos un par de argentinos. Tardé en conocerlos a todos, aprenderme nombres para correrlos diciéndoles que lavaran sus cosas. En eso llegaron más argentinos, más gente que pasaba sólo una o dos noches, y en el transcurso de dos semanas vi pasar, uno a uno, a la pandilla de cordobeces y el francés con los que trabajé en Te Puke. Y todos siguieron de largo.
Aunque cueste, siempre se termina encontrando un flat, cuartucho o camita en un rincón por el cual se paga menos que en el hostel, o se encuentra un próximo destino, y la gente se termina yendo. Así que cuando cumplí un mes y medio en la Small Kiwi House, el lugar era un páramo con unos pocos viejos conocidos.
Los demás se habían ido. Las dos japonesas que también limpiaban en el hostel, con las que aprendí varias boludeces nuevas sobre Japón. La otra ponja medio hikikomori que nunca salía del cuarto, pero que se re portó haciéndome una galleta gigante como torta de cumpleaños. El francés buena onda que volvía en pedo todos los fines de semana porque su jefe lo invitaba a un bar, que tomaba más mate que nadie y al que le enseñé lo que es el tereré. El checo que hablaba siempre de sus mil viajes y que me enseñó a camina en la soga elástica y que me abrió bastante la cabeza sobre lo que le pasa a un viajero que sobrepasa los treinta. La pareja encantadora (él escocés, ella tana bien tana) con la que palpité el drama familiar del hermano que se casaba de improvisto cuando ella estaba por empezar el viaje del Sudeste Asiático (sí, al final siguieron viaje, más vale). El uruguayo con el que hablábamos de política sudamericana. El alemán de dos metros de alto con el que intuí una afinidad inmediata, pero que tardamos dos meses en ser amigos amigos y con el que casi, casi me voy de viaje. El otro alemán que intentaba ahorrar plata gastando más y más y que me cocinó un curry más picante que sudor de indio. Y otros más como el pibe denso que se quedaba a dormir en el lounge y despertarlo era imposible; el viejo cascarrabias que se paseaba en bolas a la noche; el otro gruñón que me regaló un chocolate antes de desaparecer sin decir adiós; el chino que me regaló su trípode y al que le devolví la pasión por el ukelele a cambio; y más, muchos, muchos más. Que temo, tarde o temprano, olvidar.
Y yo me quedé acá. Los vi llegar e irse. Buen, algunos ya estaban y los vi largarse nomás. Pero igual yo me quedé acá, juntando mis morlacos, acumulando cosas que la gente dejaba al irse (ropa, morfi, colchón inflable, termo, sartenes, varios champuses, y de lo que te imagines), juntando recuerdos. Creo haberle caído bien a la mayoría (por algo me elegían a mí para dejarme el paquete de fideos que les sobraba), y espero ser un buen recuerdo para ellos cuando evoquen su estadía en Nueva Zelanda.
Y mientras tanto yo, acá, soy consciente de que aprendí, con algo de dolorcito en el pecho, lo distinto que significa, comparado con todo lo que conocía, una amistad. Una amistad de viajero. Una amistad que viaja: se la conoce un momento, y hasta luego. Hasta un reencuentro, en otro lugar del planeta, años por delante.
Y ahora llegó mi momento de dejar la Small Kiwi House. De decirle chau a Yair, el único que estaba antes y seguirá un rato más; de empaquetar todo en el auto, poner Vodka Juniors a lo que dé, secarme una lágrima y arrancar. Después, en la ruta, pondré un tema más polenta, dispuesto a rockearla rumbo Sur.
Rafa Deviaje.
Ufffff la parte dificil de los viajes son las despedidas. No te preocupes, respira ondo y mira el horizonte q esta lleno de sorpresas esperandote.
ResponderEliminarBueno Dani no nos pongamos emotivos. Yo no necesité respirar ONDO ni nada, pero poner que soy un insensible de mierda no crea buena atmósfera jaja. Gracias igual!
Eliminarlos cuadernos de viaje de ciruelo una papa al lado del tuyo enano!! groso!!!!
ResponderEliminarbue...
Eliminarsuerte en este nuevo viaje!!!!
ResponderEliminarGracias!!
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