Creo que lo recordaré por siempre como una de las primeras aventuras de mi vida. Aunque espero, sinceramente, vivir mejores aventuras en el futuro.
Empezó un viernes, el anteúltimo día de trabajo nocturno en la packhouse. Me levanté temprano para ir a la biblioteca y averiguar más sobre Christchurch, mi próximo destino. Ya con sueño llegué al trabajo.
Esta vez la pandilla de cordobeces y francés no concurrió porque habían conseguido trabajo en otra packhouse. De hecho, éramos muy pocos esa noche. Difícil admitirlo, pero se sentía un aire melancólico y decadente entre los remanentes del night shift de Pukepack. Menos risas, menos ruido de sillas, más gente aislada. No tardaron en anunciarnos que esa noche sería (y no al día siguiente) la última noche de trabajo. Nos miramos unos a otros, mezcla de alegría y tristeza. Algunos estaban aliviados de terminar antes, otros sabían que no nos volveríamos a ver; sea como sea, nadie se lo esperaba.
Fueron once horas muy lentas. Empecé a rememorar situaciones claves durante mis tres semanas de trabajo, como haber trabado amistad con un pibe canadiense que hablaba cuatro idiomas a los diecinueve años. O haberme reído tanto con (y de) los alegres y bonachones negros de Vanuatu y su simpleza de vida. O aquel ponja al que le gritaba gambaré cada vez que nos cruzábamos. O haber conocido al hijo del tipo que inventó eso de poner promos abajo de las tapitas de la coca. Yo esa historia se la creo.
Terminaron las once horas más lentas de Nueva Zelanda y volví a la cabina del Holiday Park. Mi cabina, pensé. Maquinalmente agarré las cosas y me fui a bañar, y cuando salí ya amanecía. Desayuné fuerte y me armé muchos sánguches (para reducir el bulto de la comida), empaqué todas mis cosas, hice el checkout y, sin mirar atrás, abandoné Te Puke.
Al lado de la ruta, con la pancita llena de nervios, extendí mi mano al primer auto que pasó, pulgar arriba. Ni bola me dio. Pero igual, así empezó una travesía de tres días que me llevó de Te Puke, en manos de varios autos, hasta Christchurch.
Tramito a tramito llegué a Paengaroa, y desde ahí, en el auto de Malcom (un kiwi recopado), hicimos una paradita en Rotorua y de ahí derecho hasta Hastings. Paisajes hermosos de por medio, laberintos de colinas verdes, cascaditas, arco iris para tirar para arriba, paisaje que cambia levemente cada cien metros, charla de todo un poco. Me explicó lo que era la central geotérmica que veíamos a lo lejos y me habló de la belleza de los bosques nativos, y yo le hablaba asombrado de lo blanca y definida, como de set de filmación, que era la luz del sol en Nueva Zelanda. Nada que ver a la luz naranjita de mi madre patria.
(Si no saqué fotos fue porque no quería pedirle que frenara cada cinco minutos, y porque odio sacar fotos desde adentro de un auto. Para eso dense una paseadita con el google street view y es lo mismo.)
Tramito a tramito llegué a Paengaroa, y desde ahí, en el auto de Malcom (un kiwi recopado), hicimos una paradita en Rotorua y de ahí derecho hasta Hastings. Paisajes hermosos de por medio, laberintos de colinas verdes, cascaditas, arco iris para tirar para arriba, paisaje que cambia levemente cada cien metros, charla de todo un poco. Me explicó lo que era la central geotérmica que veíamos a lo lejos y me habló de la belleza de los bosques nativos, y yo le hablaba asombrado de lo blanca y definida, como de set de filmación, que era la luz del sol en Nueva Zelanda. Nada que ver a la luz naranjita de mi madre patria.
(Si no saqué fotos fue porque no quería pedirle que frenara cada cinco minutos, y porque odio sacar fotos desde adentro de un auto. Para eso dense una paseadita con el google street view y es lo mismo.)
Me dejó en un hostel muy cálido de Hastings, Bay of Hawke. Como tenía casi treinta horas corridas de estar despierto, manduqué unos sanguchitos y me tiré doce horas de noni sin publicidades.
Arranqué temprano. Mi meta para ese día era llegar a Wellington y, en lo posible, cruzar el canal. Chequié el clima en Wellington y decía soleado. Awesome. Salí del hostel y me encontré con una garúa fría finita y gris. La puta madre.
Igualmente tuve suerte, y mientras el día mejoraba poco a poco, entre varias almas solidarias (una de ellas fue un etiopiano que me después de sorprenderme con sus amplios conocimientos futbolísticos, me explicó que había jugado en la selección de Etiopía y después en Irlanda, o Escocia, yo qué sé, y que al retirarse invirtió todo en Nueva Zelanda), llegué hasta un pueblito chato, corto y más pequeño que los demás, llamado Eketahuna. Ahí me levantó Phill, un ex camionero que conocía ambas islas como la palma de su mano y con quien simpaticé muchísimo. Camionero, espíritu sensible y hombre culto, ojalá el viaje hubiera sido más largo.
En Wellington ya no tuve tiempo de abordar ningún ferry (aclaro: hay dos empresas de ferry que cruzan el canal hasta Picton, y es como la única forma de pasar de la Isla Norte a la Isla Sur), así que me dediqué a pasear. Dicen que es la ciudad más ventosa del mundo, pero ese día no se movía ni un molinete de metegol, aunque sí hacía mucho frío. Decidí viajar en el primer ferry nocturno y ahorrarme así una noche de hostel.
Lamentablemente mi máquina de fotos se había vuelto casi inútil por el problema de las pilas, y como era domingo no encontré un lugar conveniente para comprar nuevas. No me preocupé mucho porque, al ver que Wellington era de lejos la ciudad más hermosa (que conocí hasta ahora) en Nueva Zelanda, con su arte en todos lados, su súper museo Te Papa, su bahía, sus casitas sentadas en las colinas, etcétera, supe que iba a tener que dedicarle uno o dos días foteros en el futuro.
Dormí incómodo en la terminal del ferry, después en el mismo ferry, y llegué a la Isla Sur cuando todavía era de noche y hacía más frío que nunca. A la una de la tarde salía el micro que me llevaría directo a Christchurch. Aunque después me arrepentí, sentía que tenía que darle un descanso al pulgar y la buena suerte.
Picton es diminuta. No se compara en nada con Wellington. Es linda también, tiene una playita paqueta, los restos del noveno barco más antiguo del mundo todavía conservado, y mucha gente que está de paso.
Aunque venía escuchando de hace rato que los paisajes del norte no eran nada comparados con los del sur, no pude evitar dormirme las cinco horas y media de viaje en micro. Y cuando desperté, lo hice entrando a una ciudad enorme, en medio de una llanura, llena de conos naranjas y casas ocultas por paneles y andamios. Con frío y sin conocer a nadie. Bienvenido a Christchurch, me dije. Bienvenido a la isla Sur, empezando el invierno. Una parte macabra de mi consciencia se reía burlonamente de mis decisiones.
Rafa Deviaje.
y cuando introducis a la aplanadora asesina de celulares??
ResponderEliminarQué mina que tira spoilers! Aguantá flaca que falta un montón para eso, ya va a llegar eso
EliminarMucho frio che?? pregunta Anahí
ResponderEliminarResponde Rafa: como la puta madre, pero me estoy acostumbrando eh.
Eliminar