Tokyo me había
regalado un delicioso último día y una demora de tres horas extras
con el culo en el avión. Y yo, ratón a ultranza, no me había
pedido nada de comida durante todo el vuelo: mi última comida fue un
ramen medio apestoso a eso de las cinco de la tarde, y una especie de
chicitos cubiertos en chocolate, que me costaron los últimos treinta
yenes de mi billetera. (Miento, todavía me quedaba el yen de la
suerte.)
Así que aterricé en
Cairns hambreado y acalorado. Ahí mismo me liquidé un pie de carne,
reservé un par de noches en el mismo hostel que me vio partir a
Japón (porque sabía que ofrecían, gratarola, una combi que te pasa
a buscar), y una vez en Cairns lo primero que hice fue comprar más
comida, comer más, y dormir como tres siestas juntas.
Miento: entre siestas fui
a la recepción del hostel, me asesoré sobre distintos paquetes para
visitar la Gran Barrera de Coral, reservé uno bastante completito para
el día siguiente y ahí sí, a descansar abajo del aire
acondicionado.
Esa noche cené tarde, y
mientras comía mis noodles instantáneos en una mesita, ajeno a las
charlas en distintos idiomas que se desarrollaban a mi alrededor,
acompañadas de cervezas y puchos, apareció una viejita con su
propio bowl de noodles. Buscó una mesita libre, y como no quedaba
ninguna la invité a ocupar un asiento en la mía, de copado que soy.
Y nos quedamos charlando
dos como horas. Resulta que la viejita loca, de ochenta y pico, era
todo un personaje. Australiana de origen, había vivido añares en
Estados Unidos, escribía para distintos medios de todo un poco, y
durante los últimos dos años no hacía más que viajar sin ton ni
son, a donde pudiera ir y quedarse, con poquitas cosas, con juventud
de alma, con frescura de mente, con huesos livianos y una alegría
extraña de entender.
Pasar sin dejar huella, me
dijo, y me imaginé que era de las que no dejan una latita de Coca en
la playa. Pero no, ella se refería a otras cosas. Por ejemplo, me
explicó, hablaba conmigo porque yo le saqué charla, pero ella no
era de los sienten la compulsión de contarle a todos los viajeros
circundantes que había estado acá y allá y visto esto y aquello.
Ella no buscaba sorprender a la gente como me sorprendió a mí, no
buscaba convencer a nadie de nada, escribía su diario de forma
totalmente personal, egoísta y excluyente, buscaba vivir con las
mínimas necesidades y en una máxima sintonía con el entorno y el
presente. Y parecía estar pasándola bien, como quien ya cumplió con todas sus tareas y se queda de espectador, con una limonada en la mano, a esperar que anochezca.
Nos despedimos dándonos
nuestros nombres por primera vez, así por cortesía más que por
curiosidad, porque total sabíamos que yo me levantaba temprano al
día siguiente para ir a bucear al mar y que ella, un poquito más
tarde, se las picaba hacia algún otro lado. Le estreché con cuidado
la manito anciana, de huesos y venas sobresalientes, limpié y sequé
mi bowl, me lavé los dientes y, antes de caer como un tronco en la
cama, intenté recordar el nombre. La puta, ya lo había olvidado.
Rafa Deviaje.
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