La hago corta: los días
pasaron y pasaron y no conseguía trabajo. Ellos se fueron de
vacaciones, volvieron, me vendieron una Hilux que le sobraba, y yo
seguía ahí, pachorra, actualizando el blog de a poquito. Y pasó un
mes más.
Entonces ocurrió una de
esas jugadas perversas del destino: yo estaba con la camioneta en
marcha, mis bártulos empacados, y acababa de darle un abrazo de
despedida a Ivan cuando, de repente, sonó mi celular. Nos miramos
como se miran los negociadores de las películas cuando llaman los
secuestradores para pedir pizza para los rehenes del banco.
Era Simon, un conocido de
Amanda, que tenía un trabajito para mí en su granja de papa dulce.
Debo admitir que, habiendo tomado ya la decisión de irme, tuve ganas
enormes de tirar aquella oferta al carajo. Además era sólo
un par de días a la semana. Pero Ivan me decía que aceptara, así
que acepté.
Duré tres semanas en la
granja de Simon, que era macanudo y medio tímido. No renuncié
porque se me partía la espalda a la mitad de tanto juntar sweet
potato, ni porque terminaba cubierto de barro rojo, ni porque me
cortajeaba los dedos sacándole los cachitos feos a las papas.
Renuncié porque, finalmente, conseguí un laburo mejor: picking de
paltas. Que en México se llaman aguacates y en Australia, avocados.
Rafa Deviaje.
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