lunes, 29 de septiembre de 2014

Mi vida en la Small Kiwi House


El hostel que estoy por dejar se llama Kiwi House, y es algo así como un cúmulo de clichés neocelandeces: pertenece a un kiwi que se casó con una ponja, y su loguito es un pajarito kiwi, adentro de una casita, con una hoja de ese helecho de los All Blacks de fondo, la cual aparece en cinco de cada tres logos neocelandeces. (Alta estadística.)




Kiwi House tiene dos sedes: la Main (principal) Kiwi House, y la Small (peque) Kiwi House. En esta última es donde, gracias a la intercesión una japonesa a la que creo que le robé el kokoro, conseguí trabajo por acomodación: con tal de no poner un centavo, seis noches por semana, de las nueve y media a las doce en punto, mi trabajo era limpiar la cocina, sacar la basura, controlar que todo esté tranquilo y (me sentía re Night Watch) echar a los intrusos. Intrusos que como eran todos amigos, bajo mi guardia se quedaban hasta la hora que quisieran. Y viva la pepa.







 Al final no viajé un carajo durante los cuatro meses que estuve acá, no me moví mucho más lejos de la Kiwi House. Pero lo tomé como mi declaración de independencia: era la primera vez que vivía por las mías completamente. Nadie me cocinaba ni me decía qué cosas tenía que comprar en el súper, ni en cuál de los súper estaba más barato; nadie me lavaba la ropa y se acordaba de sacarla de la cuerda; nadie me preparaba la vianda del día siguiente, nadie me iba a despertar a los diez minutos si me quedaba dormido. Pero tampoco nadie me decía a dónde salir a pasear un par de horas los domingos, y ese sólo detalle ya bastaba para compensar una semana de dormir treinta horas.



Cuando entré a trabajar en el hostel había unos veintipico de huéspedes, entre ellos un par de argentinos. Tardé en conocerlos a todos, aprenderme nombres para correrlos diciéndoles que lavaran sus cosas. En eso llegaron más argentinos, más gente que pasaba sólo una o dos noches, y en el transcurso de dos semanas vi pasar, uno a uno, a la pandilla de cordobeces y el francés con los que trabajé en Te Puke. Y todos siguieron de largo.







Aunque cueste, siempre se termina encontrando un flat, cuartucho o camita en un rincón por el cual se paga menos que en el hostel, o se encuentra un próximo destino, y la gente se termina yendo. Así que cuando cumplí un mes y medio en la Small Kiwi House, el lugar era un páramo con unos pocos viejos conocidos.

Y cuando los cuatro meses estuvieron llegando su final, primavera pujante y turistas renovados, de toda la gente que había conocido ahí sólo quedaba Yair, el mexicano de la recepción que se clavaba una terrible maratón de Friends día a día. Qué envidia.


Los demás se habían ido. Las dos japonesas que también limpiaban en el hostel, con las que aprendí varias boludeces nuevas sobre Japón. La otra ponja medio hikikomori que nunca salía del cuarto, pero que se re portó haciéndome una galleta gigante como torta de cumpleaños. El francés buena onda que volvía en pedo todos los fines de semana porque su jefe lo invitaba a un bar, que tomaba más mate que nadie y al que le enseñé lo que es el tereré. El checo que hablaba siempre de sus mil viajes y que me enseñó a camina en la soga elástica y que me abrió bastante la cabeza sobre lo que le pasa a un viajero que sobrepasa los treinta. La pareja encantadora (él escocés, ella tana bien tana) con la que palpité el drama familiar del hermano que se casaba de improvisto cuando ella estaba por empezar el viaje del Sudeste Asiático (sí, al final siguieron viaje, más vale). El uruguayo con el que hablábamos de política sudamericana. El alemán de dos metros de alto con el que intuí una afinidad inmediata, pero que tardamos dos meses en ser amigos amigos y con el que casi, casi me voy de viaje. El otro alemán que intentaba ahorrar plata gastando más y más y que me cocinó un curry más picante que sudor de indio. Y otros más como el pibe denso que se quedaba a dormir en el lounge y despertarlo era imposible; el viejo cascarrabias que se paseaba en bolas a la noche; el otro gruñón que me regaló un chocolate antes de desaparecer sin decir adiós; el chino que me regaló su trípode y al que le devolví la pasión por el ukelele a cambio; y más, muchos, muchos más. Que temo, tarde o temprano, olvidar.



Y yo me quedé acá. Los vi llegar e irse. Buen, algunos ya estaban y los vi largarse nomás. Pero igual yo me quedé acá, juntando mis morlacos, acumulando cosas que la gente dejaba al irse (ropa, morfi, colchón inflable, termo, sartenes, varios champuses, y de lo que te imagines), juntando recuerdos. Creo haberle caído bien a la mayoría (por algo me elegían a mí para dejarme el paquete de fideos que les sobraba), y espero ser un buen recuerdo para ellos cuando evoquen su estadía en Nueva Zelanda.



Y mientras tanto yo, acá, soy consciente de que aprendí, con algo de dolorcito en el pecho, lo distinto que significa, comparado con todo lo que conocía, una amistad. Una amistad de viajero. Una amistad que viaja: se la conoce un momento, y hasta luego. Hasta un reencuentro, en otro lugar del planeta, años por delante.

Y ahora llegó mi momento de dejar la Small Kiwi House. De decirle chau a Yair, el único que estaba antes y seguirá un rato más; de empaquetar todo en el auto, poner Vodka Juniors a lo que dé, secarme una lágrima y arrancar. Después, en la ruta, pondré un tema más polenta, dispuesto a rockearla rumbo Sur.


Vamos de nuevo: ¿qué son estas fotos? Cuando renuncié a mi último trabajo argentino, mis jefas me regalaron este recopado cuadernito artesanal (¿les gusta?, ¡acá pueden comprarse su propio Bochinche!), con una relinda dedicatoria, esperando que hiciera mucho arte en él. Perdón por la decepción, pero estos son los mamarrachos oportunos que fui poniendo, página por página, hasta el día de hoy.




Rafa Deviaje.

sábado, 20 de septiembre de 2014

¿Conoces a Robbie Daniels?


Hasta este momento estuve evitando (adrede) nombrar a compañeros de viaje, de habitación y de trabajo. Pero eso se terminó. Hoy les quiero presentar a Robbie.


Robbie Daniels es el motivo de que yo consiguiera el trabajo en la empresa de concreto. Como ya dije anteriormente, nunca sacó registro de conducir. Aunque aprendió a manejar en un autito a los 9 años, en la granja de sus padres, y lo vi hacer maniobras que creí que iban a liquidar los fondos de mi seguro de viaje pero que terminaron coronadas de éxito, palmas y vítores, nunca manejó con registro, hasta hace poco. Y si lo sacó, es porque fue preso tras reiteradas multas y llamadas de atención. (También pertenecía a una gang de motoqueros, era alcohólico y pendenciero, pero él nunca relacionó esas cosas con haber caído en cana, y yo no insistí. Me bastó saber con que su chaqueta de la gang era un souvenir en el placard y que no había vuelto a tocar un cerveza en mucho tiempo.)




Robbie es australiano pero hace como treinta años (¿o trece, o veinte?) que no vuelve a Australia. Y su mamá parece ser la única persona de la familia con la que habla, y aunque ella insista, él no va a volver a su país natal. Christchurch es su hogar y, aunque supo ser nómade, probablemente sea el lugar en el que pase el resto de su vida.

Igual lo más atractivo de Robbie es que sabe de todo un poco. Tuvo mil trabajos distintos: en un circo ambulante, en un tambo, un taller mecánico, una compañía de andamios, una compañía de seguros y como electricista, y otros que se olvidó de contarme.

Le gusta comprar autos baratos, arreglarlos, limpiarlos y revenderlos a cinco veces lo que él pagó. También le gusta hacer lo mismo con autitos de control remoto, aunque algunos se los queda y juega como nenito con su primer hotwheels.

Tiene
tatuajes por todos lados, muchos diseñados por él mismo (estudió dos años en un colegio de Bellas Artes en Australia), y tiene las manos hechas mierda. Hace unos años perdió la punta de los dedos meñique y anular de la mano derecha con una sierra eléctrica, y él se hace el que no, pero le duelen todo el tiempo.



Su mujer tiene cáncer y él se hace cargo de todo cuando ella se siente mal, y no pasa un día sin que la llame para saber cómo está, decirle que está por volver y
recordarle que la ama.

Guarda en su casa una colección de pequeñas esculturas estilo maorí que hizo mientras estaba preso, junto a maquetas (que me recordaron a las que teníamos que hacer en sexto grado para la maestra) de todo un barrio tipo Lejano Oeste que se inventó, con su hostería, su prisión, su iglesia, su cantina, etcétera. Y son el orgullo de su mujer; mientras que el orgullo de Robbie son una Harley llena de calaveras y un viejo autito Lotus al que está customizando poco a poco, esperando volver a las rutas con él.

Robbie habla con todo el mundo, sin discriminaciones y con el mismo sentido del humor. Y hace chistes tontos de nene que dice pito y se sonroja. Y mirándolo a los ojos, ojos que brillan con una picardía de nene con pecas dibujado en un frasco de mermelada de arándanos; mirándolo reírse, con esa boca sin dientes en medio de una barba desprolija color a cigarrillo; mirando su cara avejentada arrugarse como un Gollum feo y orejón cada vez que sonríe, puedo asegurar que no, Robbie nunca terminó de madurar del todo. Y eso es genial.

Así que aunque suene ultra gay, es como es y lo digo con orgullo: Robbie (y el sueldo todas las semanas) hicieron que el trabajo en esta empresa valiera la pena, y que no hubiera buscado más trabajo en farms. Estando con él aprendí muchas cosas: aprendí a cortar madera y conservar mis dedos, aprendí a cortar metal y a nivelar desagües, aprendí muchísimo sobre mecánica y sobre excavadoras mecánicas; aprendí sobre Nueva Zelanda y sobre Australia. Con él trabajé duro cuando hubo que trabajar duro y hice huevo el resto del tiempo.



Sé que nunca vas a leer esto, Robbie (porque ni ahí te paso el link del blog, olvidate), pero te quería dar las gracias. Gracias por tenerme paciencia, gracias por dejarme dormir en la camioneta cuando llovía y me veías partido de sueño, gracias por enseñarme tantas cosas sobre autos y sobre cómo no manejar para el culo, gracias por dejarme sacar fotos cuando se suponía que teníamos mucho trabajo para hacer, gracias por incentivarme a seguir viajando, gracias por regalarme ese muñequito feo de pelo colorido. Gracias. Al muñequito lo llevo ahora colgado en la mochila, y tu recuerdo lo llevo en algún lugar del pecho donde ni a diez mil kilómetros de Christchurch se va a perder.


Vamos, nota a parte de nuevo: ¿y esas fotos flaco? ¿Flashando cualquiera otra vez? No. Todas estas fotos las saqué en los lugares donde fui a trabajar, o cerquita. Si no hay fotos del antes/después del concreto, es porque es malísimo de fotear. Lo único casi poético de este laburo es tener que moverse en laberintos de hilos endebles, que van a determinar la posición de algo tan duradero como el cemento mezclado con piedra. Y cortar metal: cortar metal es como estar en medio de una cañita voladora, un fuego artificial sin final, una niebla de chispas y mil fragmentos de sol sobre el mar.



Rafa Deviaje.

viernes, 12 de septiembre de 2014

Cómo (casi) perder un trabajo en un día

Después de unas idas y vueltas, una nueva caries, ser invitado a una fiesta ponja en la que comí de todo, de ir a nuevas agencias de trabajo, de pasar muchas tardes en la biblioteca, conseguí lo que buscaba: un trabajo estableYeah babe.


O por lo menos, la oferta de un trabajo estable. Llegué una mañana a las oficinas de esta compañía dedicada a hacer trabajos con concreto y asfalto y me preguntaron si tenía full driver license, a lo que contesté que of course, y me dijeron que acompañara a Robbie. Entonces no lo supe, pero básicamente ese era mi trabajo: ir con Robbie, un viejo de casi cincuenta años que nunca en su vida manejó con registro; y que como recién ahora lo tenía de forma legal y figuraba como novato, no podía manejar por las suyas, sino que tenía que estar acompañado, siempre, por alguien sin limitaciones en su licencia. O sea yo. Qué descaro.

Robbie me pareció amable, y de una me hizo manejar su camioneta esa mañana. Habiendo aprendido a pisar los pedales un mes antes de venir a Nueva Zelanda, ser conductor designado no era mi puesto preferido, pero decidí ponerle el pecho: puse reversa y salí arando lo mejor que pude, excusándome de que nunca había manejado una camioneta utilitaria de esas dimensiones, y así a la ruta nomás.

No maté a nadie. Pero tampoco volví a tocar la camioneta de Robbie: había perdido su confianza antes de poder ganármela. A eso súmenle que para esas fechas Argentina perdió por un gol en la final y no sé por qué era el hazmereír de estos rugbiers ignorantes, y que después de un par de días de trabajar con esta gente, yo seguía sin cazar una. Claro: los tipos que trabajan en construcción hablan todos como el ojete, así que yo interpretaba la seriedad de las órdenes que me daban y según eso hacía lo que me imaginaba que me decían, o seguía haciendo lo que ya estaba haciendo, total al final siempre iban ellos a hacer lo que me pidieron que hiciera, que es la mejor forma de enseñar, carajo.


En fin, se acercaba el viernes y yo sospechaba que en cualquier momento me llegaba un mensajito diciéndome que no volviera nunca más. Así que antes de que eso sucediera, apliqué mis amplios conocimientos tácticos que aprendí con Sun Tzu y El arte de la guerra, y decidí ganar la batalla antes de librarla.

Pedí herramientas prestadas a Robbie y agarré tie wire, o ese alambrecito súper flexible que sirve para atar cosas, y empecé a hacer eslabones. Y con los eslabones, en silencio y como hormiguita obrera, empecé a hacer una cadenita. Y una vez que hube llamado la atención de Robbie y me preguntó cuán larga pensaba hacerla, le dije: "No sé Robbie, ¿vos cuán larga querés que sea?". "Todo lo que puedas", me respondió, y sus ojitlos brillaron.



Yo sonreí perversamente para mis adentros. Desde ese momento me consideré algo así como el Penélope de la cadenita de tie wire, y dediqué cada descanso y horario de almuerzo a hacerla más y más larga, con la esperanza de que Robbie no dejara que me despidieran mientras estuviera inconclusa.


Y parece que funcionó. Dos semanas después seguía yendo todas las mañanas a trabajar con Robbie, y mal que mal iba pescándole la vuelta a lo que había que hacer y lo que no. Decidí dar por finalizada la cadenita (un metro quince, a eslabones dobles, ¿qué tal Pascual?), le puse un broche de oro (metafórico) y me relajé. El trabajo ya era mío.

Ahora, ¿de qué iba el trabajo? Concreto. O sea, esta empresa (mejor ni la nombro) hace pisos de concreto: te saca la mugre de cascotes que quedó después del terremoto, te hace una nueva base con piedritas, te arma boxes (o "cajones") de madera y esas cosas, y le tira cemento adentro, asfalto o lo que sea que vaya adentro de esos cajones. Después te saca las maderas, te pule la cosa y se las toma.


¿Es divertido? NoPero para nada. ¿Te cuento mi rutina?: levantarme a las 5.10 am, desayunar tipo robot, abrigarme bien y salir a pedalear los diez kilómetros hasta la yard (o galpón/oficina, ponele) de la empresa, con frío de hasta seis grados bajo cero, con lluvia, con viento, y sí, incluso con nieve (una meada de nieve igual, no fue tan épico como yo pretendía que fuera). Ahí me tomo un cafecito y me subo a la camioneta de Robbie, y vamos al trabajo que mejor les pinte ese día: una casa, un estacionamiento, el caminito de la vecinita denfrente. Generalmente tipo cuatro, cuatro y media, se termina la cosa, volvemos a la yard, pedaleo de nuevo hasta el hostel, me ducho y me clavo una siesta, me levanto para cenar, cumplir con mi trabajo en el hostel limpiando y esas cosas, y me voy a dormir después de las doce, sabiendo que en cinco horas tengo que estar arriba de nuevo.

¿Fines de semana? A veces trabajo los sábados también, y claro, sábado y domingo a la noche tengo que estar al pie del cañón en el hostel, trapeando como esclava. Si tengo suerte, el sábado me alcanza para hacer las compras semanales (fruta, pan, leche, salchichas), y el domingo para cocinar algo así como hamburguesas o una pizza, que es un lujo, y dormir, que es otro lujo.

¿Por qué lo hago entonces? La respuesta es simple: es parte de un plan mayor. Parece un plan de mierda, pero no (tanto). Ahorro lo que necesito para viajar después y además, aunque suene a Síndrome de Estocolmo, no la paso (taaaan) mal. Me rasco mucho los huevos (no es mi culpa, la logística de la empresa es incluso más débil que mis ganas de trabajar), no me pierdo ni un sólo amanecer, y con Robbie la paso bien.

Y mientras tanto espero, espero a la primavera, a las rutas abiertas, al cielo infinito, al viaje que cada día siento que recién empieza.

Porque claro,
estancado en Christchurch
tardé en entenderlo:
no estoy viajando,
pero sigo estando deviaje.



Nota al pie: ¿y esas fotos? Arte callejero (o símil) en el centro de Christchurch. No, nada que ver con el trabajo, pero para dar una nota de color a tanto gris...


Rafa Deviaje.