viernes, 27 de junio de 2014

De Norte a Sur

Creo que lo recordaré por siempre como una de las primeras aventuras de mi vida. Aunque espero, sinceramente, vivir mejores aventuras en el futuro.

Empezó un viernes, el anteúltimo día de trabajo nocturno en la packhouse. Me levanté temprano para ir a la biblioteca y averiguar más sobre Christchurch, mi próximo destino. Ya con sueño llegué al trabajo.

Esta vez la pandilla de cordobeces y francés no concurrió porque habían conseguido trabajo en otra packhouse. De hecho, éramos muy pocos esa noche. Difícil admitirlo, pero se sentía un aire melancólico y decadente entre los remanentes del night shift de Pukepack. Menos risas, menos ruido de sillas, más gente aislada. No tardaron en anunciarnos que esa noche sería (y no al día siguiente) la última noche de trabajo. Nos miramos unos a otros, mezcla de alegría y tristeza. Algunos estaban aliviados de terminar antes, otros sabían que no nos volveríamos a ver; sea como sea, nadie se lo esperaba.

Fueron once horas muy lentas. Empecé a rememorar situaciones claves durante mis tres semanas de trabajo, como haber trabado amistad con un pibe canadiense que hablaba cuatro idiomas a los diecinueve años. O haberme reído tanto con (y de) los alegres y bonachones negros de Vanuatu y su simpleza de vida. O aquel ponja al que le gritaba gambaré cada vez que nos cruzábamos. O haber conocido al hijo del tipo que inventó eso de poner promos abajo de las tapitas de la coca. Yo esa historia se la creo.

Terminaron las once horas más lentas de Nueva Zelanda y volví a la cabina del Holiday Park. Mi cabina, pensé. Maquinalmente agarré las cosas y me fui a bañar, y cuando salí ya amanecía. Desayuné fuerte y me armé muchos sánguches (para reducir el bulto de la comida), empaqué todas mis cosas, hice el checkout y, sin mirar atrás, abandoné Te Puke.



Al lado de la ruta, con la pancita llena de nervios, extendí mi mano al primer auto que pasó, pulgar arriba. Ni bola me dio. Pero igual, así empezó una travesía de tres días que me llevó de Te Puke, en manos de varios autos, hasta Christchurch.

Tramito a tramito llegué a Paengaroa, y desde ahí, en el auto de Malcom (un kiwi recopado), hicimos una paradita en Rotorua y de ahí derecho hasta Hastings. Paisajes hermosos de por medio, laberintos de colinas verdes, cascaditas, arco iris para tirar para arriba, paisaje que cambia levemente cada cien metros, charla de todo un poco. Me explicó lo que era la central geotérmica que veíamos a lo lejos y me habló de la belleza de los bosques nativos, y yo le hablaba asombrado de lo blanca y definida, como de set de filmación, que era la luz del sol en Nueva Zelanda. Nada que ver a la luz naranjita de mi madre patria.

(Si no saqué fotos fue porque no quería pedirle que frenara cada cinco minutos, y porque odio sacar fotos desde adentro de un auto. Para eso dense una paseadita con el google street view y es lo mismo.)

Me dejó en un hostel muy cálido de Hastings, Bay of Hawke. Como tenía casi treinta horas corridas de estar despierto, manduqué unos sanguchitos y me tiré doce horas de noni sin publicidades.

Arranqué temprano. Mi meta para ese día era llegar a Wellington y, en lo posible, cruzar el canal. Chequié el clima en Wellington y decía soleado. Awesome. Salí del hostel y me encontré con una garúa fría finita y gris. La puta madre.



Igualmente tuve suerte, y mientras el día mejoraba poco a poco, entre varias almas solidarias (una de ellas fue un etiopiano que me después de sorprenderme con sus amplios conocimientos futbolísticos, me explicó que había jugado en la selección de Etiopía y después en Irlanda, o Escocia, yo qué sé, y que al retirarse invirtió todo en Nueva Zelanda), llegué hasta un pueblito chato, corto y más pequeño que los demás, llamado Eketahuna. Ahí me levantó Phill, un ex camionero que conocía ambas islas como la palma de su mano y con quien simpaticé muchísimo. Camionero, espíritu sensible y hombre culto, ojalá el viaje hubiera sido más largo.

En Wellington ya no tuve tiempo de abordar ningún ferry (aclaro: hay dos empresas de ferry que cruzan el canal hasta Picton, y es como la única forma de pasar de la Isla Norte a la Isla Sur), así que me dediqué a pasear. Dicen que es la ciudad más ventosa del mundo, pero ese día no se movía ni un molinete de metegol, aunque sí hacía mucho frío. Decidí viajar en el primer ferry nocturno y ahorrarme así una noche de hostel.

Lamentablemente mi máquina de fotos se había vuelto casi inútil por el problema de las pilas, y como era domingo no encontré un lugar conveniente para comprar nuevas. No me preocupé mucho porque, al ver que Wellington era de lejos la ciudad más hermosa (que conocí hasta ahora) en Nueva Zelanda, con su arte en todos lados, su súper museo Te Papa, su bahía, sus casitas sentadas en las colinas, etcétera, supe que iba a tener que dedicarle uno o dos días foteros en el futuro.



Dormí incómodo en la terminal del ferry, después en el mismo ferry, y llegué a la Isla Sur cuando todavía era de noche y hacía más frío que nunca. A la una de la tarde salía el micro que me llevaría directo a Christchurch. Aunque después me arrepentí, sentía que tenía que darle un descanso al pulgar y la buena suerte.

Picton es diminuta. No se compara en nada con Wellington. Es linda también, tiene una playita paqueta, los restos del noveno barco más antiguo del mundo todavía conservado, y mucha gente que está de paso.

Aunque venía escuchando de hace rato que los paisajes del norte no eran nada comparados con los del sur, no pude evitar dormirme las cinco horas y media de viaje en micro. Y cuando desperté, lo hice entrando a una ciudad enorme, en medio de una llanura, llena de conos naranjas y casas ocultas por paneles y andamios. Con frío y sin conocer a nadie. Bienvenido a Christchurch, me dije. Bienvenido a la isla Sur, empezando el invierno. Una parte macabra de mi consciencia se reía burlonamente de mis decisiones.




Rafa Deviaje.

jueves, 19 de junio de 2014

Quién se tira pedos en Rotorua


No todo fue picking y packing en Te Puke. Sucedió un fin de semana (o eso lo fue para nosotros, porque se juntaron dos noches seguidas sin trabajo en la packhouse) que con la pandilla de cordobeces (y un francés) nos fuimos de escapada a Rotorua, ciudad del olor a pedo y las aguas termales.



Es chistoso que una ciudad más pueblerina que otra cosa, chata y espaciada, huela tan mal. Es el azufre que emana de la tierra, claro. Y es curioso ver por todos lados a donde se mire pequeñas estelas de vapor. Uno creería que son las fábricas del bosque, la zona industrial de la Tierra.



Optamos por ir a un lugar que nos recomendó la viejita de información turística de Rotorua (tan amables siempre todos en Nueva Zelanda que les terminás haciendo caso aunque no quieras, juro que no sé cómo hace la gente acá a la hora de votar), y allá fuimos.

Waimangu. Treinta y cuatro dólares para entrar, caminata estimada en dos horas. La hicimos en tres o cuatro, por lo menos, porque íbamos charlando, señalando, saliéndonos del sendero (mirá si un cartelito que dice lo contrario me va a privar de sacar una mejor foto, de echarme un meo desde un acantilado, o de meter el dedo en agua hirviendo sólo para ver si está hirviendo de verdad), boludeando como los mejores.

(Desgraciadamente, un problema técnico me privó de mi propia cámara de fotos después de la quinta toma, y tuve que pedir prestada la de uno de los cordobeces réquete copados. El hecho de que él sacara las suyas y después yo las mías, creo que fue la causa principal de que nos demoráramos medio siglo.)



El paisaje es espectacular. Montañas boscosas, como ya vengo repitiendo, pero siempre renovadamente espectaculares. Montañas más intrincadas esta vez. Con nubes surgiendo acá y allá, pequeños lagos humeantes como tazas de té bien calientes, viento intenso que arremolinaba el vapor en cualquier dirección, luces extrañas, pantanos mortecinos, árboles secos, arroyos de agua tibia y fango burbugeante. El sendero entero estaba espléndidamente cuidado y la información a lo largo del camino estaba de diez.



Nos tomamos un bondi que nos dejó en la entrada del parque, justo a tiempo porque se largó un chaparrón, y después, aunque nos remoríamos de frío, decidimos ir a las aguas termales. (Después supimos que hay unas piletas termales gratuitas, pero a las que fuimos tuvimos que pagar quince dólares. Turra la viejita de información turística, ni pío dijo de las cosas gratuitas en Rotorua.)



Si no vieron la película/documental Baraka, véanla. Una de las primeras escenas muestra a unos monitos dándose baños en aguas termales de Japón. Y esa postal es la primera imagen que me vino a la mente cuando, corriendo semidesnudo y descalzo en un día que como mucho llegaba a los 10ºC, alcancé el piletón con agua calentita.

Placer. Extremo. Limbo.


 

Hicimos rendir la plata y nos quedamos más de tres horas disfrutando. Aconsejo personalmente ir alguna vez en la vida a aguas termales, al menos una. Tener un hijo, plantar un árbol, escribir un libro, donar un órgano si querés, e ir a aguas termales. Dicho.



Cabe aclarar que a la vuelta estaba tan, pero tan, pero tan relajado que no podía evitar dormirme, como un bebito. Si llegamos vivos es porque los trabajadores de la kiwifruit tienen un Dios a parte.


Rafa Deviaje.

domingo, 1 de junio de 2014

Del picking al packing

Nota rápida: volví de Mount Maunganui a Te Puke, a la misma cabin (cabina, o cabañita, o triste y económico cuartito de tres por tres), con el mismo trabajo: el picking.


Nota a explicativa: ¿en qué consiste el picking? En levantarse temprano rogando que no llueva, mandar mensajitos de texto a tu contractor o empleador para confirmar que hay trabajo, un desayuno veloz y salir a encontrarse con el contractor o con otra gente que va directo a la orchard, o plantación, que es donde se trabaja. Llegás allá, te dan una bag, o bolsa que cuelga adelante tipo canguro y se calza como una mochila invertida, y tenés que llenarla lo más rápido posible de kiwis, que cuelgan sobre tu cabeza (o en caso de gente alta, pegan contra tu cabeza). Cuando se llena tu bag (cuyo tamaño podés regular con unas piolitas) tenés que vaciar el contenido en un bin, o cajón enorme de madera, que siempre están de a tres en un trailer tirado por un tractorcito, y volver a pickear lo más rápido posible. Parece muy simple y repetitvo y lo es, pero con los días uno encuentra técnicas, ritmos, secretos, trucos. Boludeces.


Yo hice tres tipos de picking de kiwifruit: pagado por producción con kiwi verde (te pagan según la cantidad de bins que llenes, personalmente lo considero malísimo), pagado por hora con kiwi gold (hay que ser más delicado así que apuran pero no tanto), y una vez trabajé en una orchard de kiwi gold que había sufrido una granizada y teníamos que tirar la mitad de la fruta al piso porque estaba dañada. Fue el trabajo más tranquilo de todos, y me volví con varios kilos de kiwi en los bolsillos e hice una mermelada de kiwi gold que me hizo famoso por dos días en el Holiday Park.

Generalmente en un buen día de picking se juntan unos 120 (ciento veinte) dólares, y alcanza para pagar alojamiento y algo más, dependiendo del nivel de vida cada uno. Lo malo es que hay semanas en las que no se trabaja más de uno o dos días.


Y en eso estaba, sobreviviendo, cuando finalmente una mañana pude entrar a una packhouse con una pandilla de cordobeces buena onda. Auguraba ser bueno: once horas diarias, de siete y media de la tarde a seis y media de la mañana (con un bonus de 0.5 dólares más por hora, al ser turno nocturno). Creíamos que íbamos a tener un par de meses de trabajo. Finalmente fueron tres semanas de corte abrupto, pero que me dieron un respiro económico fundamental.

Ahora, ¿cómo es trabajar en una packhouse? Más o menos como en Tiempos Modernos de Chaplin. Mi trabajo era de packer, o empaquetador. Hay una gran máquina en la que alguien vierte los kiwis de los bins, y la máquina los selecciona según su peso. De ahí una cinta los lleva ante los graders, que clasifican según imperfecciones a la fruta de exportación, la de segunda calidad, y la basura. De ahí la misma máquina lleva todo a distintas líneas en donde unos arman cajas con bolsas y se las dan a los packer, que dejan caer la fruta adentro, cierran la caja rápido rápido rápido y se la pasan al stacker, que apila las cajas en pallets y luego son acomodados y encitandos y toda la bola, listo todo para ir a la cámara de frío, a Japón, Francia o la Conchinchina. ¿Aburrido? Sí, mucho. Aunque el ingenio humano siempre encuentre una forma de hacer las cosas tolerables e, incluso, divertidas. Mi imaginación me llevó por incontables lugares, con incontables compañías, durante incontables horas, por diversos climas y catástrofes. Sobreviví en mis fantasías y sobreviví a la packhouse.

¿Y valió la pena? Sí, mucho. No llegué a comprar un auto, como esperaba, pero me encontré con capital suficiente como para planear mi siguiente paso. Lo que ocurrió enseguida: Christchurch, isla sur.


Nota a parte: ¿y esas fotos que nada que ver? Bueno están para acompañar y mostrar, por un lado, el paisaje típico de Te Puke un día nubladón. Y por otro mostrar mi revancha en Papamoa Hills, ya que pude ir otro día, con la misma pandilla de cordobeces, y sacar fotos en un atardecer no tan nublado. Please enjoy.



Rafa Deviaje.