jueves, 13 de noviembre de 2014

Lake Pukaki y Aoraki/Mt. Cook


Yéndome del Lago Tekapo llegué al Lago Pukaki. Y si el primero era ultra turquesa, este otro, el Pukaki, era tan pero tan turquesa que podría haber sido un naranja explosivo y daba lo mismo. No se dejen engañar por la falta de saturación de las fotos: juro y no miento cuando digo que al verlo por primera vez después de una curva, casi sigo derecho por el precipicio.

Lo malo es que al lado de este hermoso lago no hay ningún pueblo que brinde información sobre caminatas ni nada similar, y además yo andaba necesitando un adaptador para cargar las baterías de mi cámara. Pasé esa noche en un camping en las orillas del lago y al día siguiente fui a Twizel, un pueblito cercano, a proveerme. Conseguí un adaptador que después no anduvo y tampoco pude conectarme a ningún lado porque era domingo y todo estaba cerrado como mano de arteroexclerósico.

Así que viendo folletos poronga y mapas chotos que querían venderme vuelos panorámicos a toda costa, decidí manejar hasta Cook Village, un lugar re turístico que está en la otra punta del Lago Pukaki, cerca del Mount Cook, la montaña más alta de Nueva Zelanda. (Esta montaña también se llama Aoraki, su nombre maorí, y para ellos era una deidad, pero yo no la llamo Aoraki porque me suena chistoso, a tiros, lío y cosa golda).

Apenas llegué fui al museo que tiene el Department of Conservation (muy cool, muy completo con cosas de alpinismo, flora y fauna), donde tuve la suerte de encontrar una compu con acceso a internet, sin restricciones. Y como el clima era una verga y no valía la pena ni asomar la nariz, me di una panzada de varias horas de internet.

Pasé la noche en el auto entre unos arbustos, al lado del camino, y a la mañana siguiente hice unas caminatitas cortas. El paisaje era lindo y dramático, pero la nubladez y el frío arruinaban todo un poco. Después junté huevos y me mandé hacia el sendero que llevaba a la Müeller Hut, una cabañita para alpinistas, que estaba al otro lado de una montaña re alta. Sabía que no iba a alcanzarla, pero quería ir todo lo cerca que pudiera.


Lo bueno, lo zarpado, lo increíble, es que todo el camino está hecho escalera. Así es, vuelvo a no mentir: miles de escalones de madera, en zigzag escarpado, siempre parriba, entre la piedra y la vegetación arbustífera o como se llame. Desde el principio me fascinó. Ahora, lo malo es que al ir subiendo empecé a encontrar nievecita acumulada en las esquinitas de los escalones y en las hojitas de los arbustos. Ok, frío igual no sentía. Subí y subí infatigable y la nieve empezó a cubrir todos los escalones y todas las plantas, y se largó a nevar, primero suavecito y después con más garra, y de repente los escalones no se veían y yo estaba ahí, siguiendo suaves depresiones que supieron ser huellas de alguien que fue pero nunca volvió, y todo se volvió blanco, el paisaje alrededor era una gran mancha gris, y los pies se me enterraban veinte centímetros en la nieve.

Entonces paré un segundo y me pregunté cuál era el propósito de seguir subiendo. Miré para arriba y no supe cuánto faltaba, porque se perdía todo en la tormenta de nieve. Miré alrededor y no pude ni saber cuán alto estaba, porque a los diez metros la nieve me cegaba. Miré mi pantalón con agujeros, mis hermosas botas, muy cómodas pero no aptas para la nieve, y mi cámara que se humedecía por más que la escondiera entre la barriga y la campera. Encontré un mini puentecito y esperé abajo de él un rato, hasta que las tripas me hicieron ruido, y emprendí un retorno precipitado. Mis propias huellas, en pocos minutos, se habían ocultado abajo de unos dos centímetros de nieve nuevita nuevita. Al volver al refugio en el valle, orgulloso en mi derrota contra la naturaleza, descubrí que en el valle las condiciones climáticas no habían cambiado, que simplemente, arriba de esa montaña, la nieve era dueña y señora de las cosas.

Me tomé un té caliente en el auto mientras dibujaba, y en eso un kea, una especie de loro nativo, aterrizó sobre mi auto haciendo mucho ruido, y de ahí se fue a buscar basura para comer. Lo engatucé con golosinas y pedazos de pan para acercarme y fotearlo, pero como caía la noche me las tomé.
Al día siguiente desperté, otra vez en mi auto entre los arbustos, con dos centímetros de hielo sobre capot y techo, y otra capa de hielo más delgada por el lado de adentro del parabrisas. Sí que hizo frío la reconcha de su madre. Pero a cambio el cielo se mostraba claro y despejado, dejándome ver el tope de las montañas que hasta ese momento habían estado ocultas.

Bueno, me dije, intentar subir el mismo sendero no tiene sentido, así que fui al caminito más popular: el Hooker Valley Track, que te lleva hasta el Mt. Cook. La luz diáfana del amanecer y la pureza del cielo eran increíbles. Hubo quienes vieron una de esas nubecillas que se colorean como un arco iris, pero yo me la perdí: no tenía ojos más que para la montaña más alta de Nueva Zelanda.

Parecía hecha en photoshop. Parecía trucha, mal randerizada, como de un jueguito de pc de hace quince años. Y cada paso que me acercaba era más grande y más altiva, más poderosa, más magnética. Los maoríes no fueron ningunos bobos al idolatrar a tremendo mazacote de piedra y hielo, luz y nieve, altura y soberbia.


Súbitamente el cielo se volvió a nublar y yo me volví, sin dejar de voltear la cabeza para ver a esa montaña una última vez. Y todo alrededor me seguía fascinando: las montañas abruptas y cubiertas de bosque y arbustos de hojas diminutas, llenas de rocas, de nieve, de luz que se metía por todos lados y ensombrecía diez mil recovecos. Me fui llenando los ojos con cada metro que avanzaba sobre el sendero, sintiendo cómo cada montaña cambiaba de lugar, ocultando a otra montaña y mostrándome una nueva, escondiendo la caída de una cascada pero revelando un cañadón escondido, mostrándome una parte de su bosque mientras otra parte del mismo, que ya no vería nunca más, desaparecía de mi vista. Yo caminaba, pero todo el valle seguía mi ritmo.

Manejé hacia otra rama del valle, que tiene forma de Y. Ahí estaba el Tasman Glaciar. Me mandé por un sendero pero, oh dejavú, me perdí y terminé caminando por la ruta para 4x4, clausurada, que llevaba hasta la Ball Hut (o Cabaña Pelota), que también estaba clausurada. Caminé un rato por ahí hasta que decidí trepar el montecito que tenía a mi derecha, donde se tenía que encontrar el glaciar, y arriba de todo descubrí que estaba parado sobre una gran muralla de piedras amontonadas e inestables, que el glaciar, en su eterno retroceso, había ido dejando atrás.

Ante mí tenía un lago de color verde lechoso, y a lo lejos (pero mil veces más cerca que los giles que miraban desde el mirador, en la otra punta del lago) el Glaciar Tasman. Tengo que coincidir con todos los argentinos que fueron a verlo: es medio una chotada. No es más que un poco de hielo de lindo color, cubierto con infinidad de piedras y mugre. Saqué unas fotos, cuidándome de no caer del otro lado de esa pared de cascotes, hice un inestable mojoncito de piedritas para las generaciones futuras, y me volví.

Contento, satisfecho. Con el cuenco de mis ojos lleno de formas y colores que antes no conocía; con la memoria de la cámara a punto de reventar, pero con espacio suficiente para mi próximo destino: el bastante ignorado Lago Ohau.



Rafa Deviaje.

2 comentarios:

  1. sos muy groso nene.. solo un favor.. deja en algun lado escrito donde pensas "perderte la proxima vez", digo.. por la dudas nomas..

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    1. Jajaja por favor mar, qué me puede pasar? Perderme por un rato ok, pero perderme de enserio, en este país chiquitito, pff jajaja.

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