lunes, 26 de mayo de 2014

Siete días en el Monte


El picking de kiwis iba tan para atrás (el nivel de azúcar estaba bajo cero o algo así), y estaba tan cansado de que en las packhouses (galpones gigantes donde se empaqueta la kiwifruit) me dijeran que no había vacantes y que volviera en dos semanas, que un día decidí hacerme una escapada a Mount Maunganui, un barrio de la ciudad de Tauranga del que sólo había oído cosas lindas.


Me fui haciendo dedo, con mi mejor ropa, una mochila con sánguches, agua y varios CVs. Me levantó una pareja francesa que recorría el país en una linda campervan hippie y me dejaron frente al Salvation Army. Desde ahí empecé a recorrer el pueblo, muy lindo y muy paqueto, rebotando por todos los cafés y restaurantes.

Decidí que las negativas no me iban a afectar un día tan soleado y me dediqué a pasear, caminé de acá para allá, recorrí una pequeña península que hay en la playa (no sé por qué la llaman “isla”) y de ahí me fui a trepar el Mount Moao, atracción principal de Mount Maunganui y antigua montaña sagrada para los maoríes. Es algo así como la Montaña Solitaria del Hobbit, sólo que verde, redondeadita y linda, rodeada de mar y bahía, en el extremo final del barrio.

El monte Moao tiene muchos senderos para recorrerlo. Uno lo circunvala a pocos metros sobre el nivel del mar (donde no es raro ver a madres haciendo su caminata matutina empujando carritos con sus bebitos), encantador caminito entre el bosque, las piedras y la arena. Otro lo recorre por la mitad, a la altura de la panza digamos. Y otros dos suben hasta arriba, con sus partes empinadas y todo. Y después, desde arriba, un par de anexos que llegan hasta lugares lindos para mirar embelesado alrededor y sacar fotos a lo bobo.


 


Desde el inicio me encantó. No sólo la ciudad era linda, sino que estaba ahí nomás de esa belleza de montañita. Montañita mezcla de mar, de campo, de bosque y de selva, de montaña. Tiene partes donde pastan pacíficas ovejitas y corren simpáticas liebres, cubiertas del pasto más blando del mundo (lo comprobé con una siesta, no hay colchón canon ni sommier más cómodo que el pasto de Nueva Zelanda). Tiene hermosas bahías. Tiene una tierra blanda y ondulada que parece espuma suavemente cristalizada en medio de la agitación. Tiene árboles antiquísimos con ramas suspendidas como sabios momificados. Tiene una arboleda impenetrable llena de sonidos y aves, palmeras, helechos, sombra húmeda y escondrijos de duendes. Tiene mucho cielo muy grande. Tiene un aire mágico. Tiene sabor a new age, a principio del mundo.


Bajé por los senderos, como después de una transfiguración (pero transpirado como después de una maratón), y decidí probar suerte con las cafeterías repaquetas que estaban al pie del monte. Al tercer intento, en un local que vendía café y comida oriental, me dijeron que volviera al día siguiente para una prueba como barista.

Era verdad entonces.
Había subido y bajado de una montaña mágica.

Empezaba a declinar el sol y emprendí el retorno. Ahí fue cuando tuve la suerte de conocer a Andrea (eindria), una maorí cuarentona que me levantó y llevó parte del trecho, que me dio su teléfono y mil consejos y me pidió que le contara cómo me iba al día siguiente.


Al día siguiente llegué temprano y pasé seis horas practicando y ayudado a lavar platos porque se había roto la máquina y porque quería caerles bien. A pesar de que mi café era deficiente, me dijeron que podía hacer una semana de prueba y entrenamiento, si me parecía bien. Y obvio que me pareció perfecto.

Al salir, ya de noche, le mandé un mensajito a Andrea, que vivía a dos cuadras, y entre charlar esto y lo otro conseguí un viaje gratis y el ofrecimiento de alojarme dos noches en su casa. En su casa que daba a la bahía. En su casa ultra moderna con espejos de baño que no se empañan y heladera que regala cubitos. En su casa con la heladera llena. Quedarme gratis. Eternamente agradecido.

Me mudé nomás de Te Puke a Mount Maunganui con todos mis petates y empecé la semana de prueba en el café y restaurant oriental de Danny, el coreano que apenas hablaba inglés. Lleno de energías positivas y la mejor predisposición.

Ambas cosas, las energías y la predisposición, me duraron dos días. No volví a tocar la máquina de espresso, me la pasé lavando platos, la coreana que cocinaba a la mañana era insoportable, Danny intentaba explicarme cosas y no se le entendía una goma, no podía comer nada de las cosas ricas que había, y si no era por los otros empleados buena onda (casi todos de working holiday como yo) me habría volado enseguida. Pero decidí darle una segunda oportunidad, pagué unas noches en el hostel más barato (que era caro como todo en Mount Maunganui) y me asenté ahí.


Rescato que el clima fue casi siempre hermoso. Que el monte y la playa estaban muy cerca. Que el hostel tenía mil utencillos y condimentos gratis para usar en la cocina. Que además había muchos europeos buena onda. Que había un gato gordo y mimoso y con un círculo perfecto dibujado en la panza (sospecho que era un animago maorí). Que una noche vimos Lock stock and two smoking barrels y después The Exorcist. Rescato que terminé la semana sin perder más plata de la que gané.


Porque el resto de las cosas fueron malísimas. Danny no quería pagarme ni siquiera el mínimo por hora una vez que terminara la semana de prueba. No quería darme trabajo tiempo completo, e incluso cerraba el local porque se aburría y te mandaba a casa temprano. No quería ni siquiera darme un horario fijo. No quería que hiciera más que lavar platos y soportar a la coreana histérica.


Llegado a la última noche paga del hostel hablé francamente con Danny (con el que mal que mal había llegado a entenderme, aunque cuando una tarde aburrida quiso contarme la historia de su vida sólo entendí que era coreano y había nacido en Corea) y le dije que el trabajo no me rendía así, que gracias, que chau. Me pagó lo que habíamos arreglado y me volví a Te Puke. Con el espíritu algo abatido pero con la cabeza alta (con la piel más bronceada y los gemelos fortalecidos de tanto subir al monte), y con la esperanza de poder entrar de una vez por todas en una packhouse.


Porque esa última semanita que había estado en Mount Maunganui había escuchado constantemente, por unos y otros, que el kiwi estaba entrando de lleno a la productividad, que había picking todos los días, que las packhouses estaban por abrir turnos nocturnos, que acá y allá la gente conseguía trabajos mejor pagos que el mínimo. Que hasta los indios estaban pagando lo que correspondía. Que Te Puke era, finalmente, el paraíso del backpacker.




Rafa Deviaje.

Lo que hay cerca de Te Puke

      

En Te Puke uno tiene la impresión de estar en un lugar que, salvo kiwifruit, no tiene nada. Pero no es así. Tras pasar las primeras dos semanas con una lluvia y humedad que impedían todo trabajo continuo, uno descubre que sí hay cosas.

Un día destemplado y húmedo fuimos ta Maketu Beach, a unos quince kilómetros de Te Puke. El día no nos dejó disfrutar de la playa pero sí del sonido del mar, de la bruma y de una inoportuna llovizna que nos persiguió hasta llegar al auto, y entonces paró.

También pudimos disfrutar de la amabilidad neocelandesa. Ya que al querer volvernos el auto no arrancó. Y no y que no y que ni en pedo. Nos pasaron energía a la batería con otro auto, pero no funcionó. Entonces una pareja maorí (oriundos de las Islas Cook), después de evaluar todo con mirada crítica, ofreció tirarnos de un cable. Cable que nosotros no teníamos pero ellos
, en su casa, sí.

Esperamos media hora a que volvieran, y cuando ya creíamos que era todo demasiado bueno para ser verdad, volvieron, nos engancharon y nos arrastraron quince kilómetros hasta el hostel. No aceptaron ni que los invitáramos a cenar a cambio.

Otro día fuimos a las Kaiate Falls. Para mí, que conozco las cascadas del sur de Argentina, no eran la gran cosa, y el día también estaba lluvioso (obvio, porque si no estaríamos trabajando), pero nos encantó el lugar. El siempre agua tiene magia, y cuando el bosque es selva, y nubes delicadas crean una luz de maqueta sobre el monte, y crece musgo y hongos en cada rincón, uno olvida de que había ido a Te Puke a hacer algo de plata.

Otra cosa que me gusta de Te Puke es que hay tantas nubes como se puede imaginar. Y se pueden dar todas superpuestas a la vez creando las combinaciones más exóticas que conozco. Una vez vi cómo el sol doraba unas tibias nubes al atardecer, pero con otras nubes lloviendo sobre las colinas interpuestas. No hay palabras para describirlo ni foto que capture la fantasía de esa vista. Así como tampoco se puede transmitir lo espectacular de ver unos poquitos glowworms (los gusanos luminosos del Papamoa Hills) al costado del camino, aunque un planetario 3d se le puede parecer bastante; o ver trozos de amanecer a través de las nubes cordero sobre colinas sacadas de una postal, mientras se toma un té.

 

Es común oír en boca de backpackers (o mochileros) de todos lados del mundo que en Te Puke no hay nada. No hay paisajes alucinantes como (cuentan) hay en otros lados de Nueva Zelanda, no hay fiestas, ¡no hay wifi! Pero yo le tengo un cariño especial. Después de los trajines de Auckland, Te Puke, el pueblito, es el primer lugar en el que me establecí y me quedé. Y en el que, por la fuerza, empecé a saber cocinar.

              


Rafa Deviaje.

lunes, 5 de mayo de 2014

Mi bautismo de pulgar

Nunca en mi vida había hecho dedo. Pero jamás. Cuando decidí irme de viaje sabía que el momento de hacer dedo ya llegaría, pero ignoraba toda circunstancia.

Y la primera vez que hice dedo fue en el centro de Te Puke, cargado de compras alimenticias, cansado después de diez horas de picking ininterrumpido de kiwis, a eso de las siete de la tarde/noche. Un indio frenó su auto y nos ahorró, a un amigo y a mí, los dos kilómetros que hubiéramos tenido que caminar hasta el Holiday Park. Después de esa primera experiencia, empecé a levantar más veces los pulgares en la ruta que en el facebook.

Lamentablemente no recuerdo cuántos ni quiénes ni de dónde a dónde me llevaron los que me llevaron. Pero aunque hasta ahora fueron todas experiencias positivas, sé que algunas de esas veces se olvidan casi al momento de haberse bajado, y otras quedan grabadas.


Una de esas ocurrió el día de ANZAC, que es medio feriado público (medio, porque va desde antes de que amanezca hasta pasado el mediodía), y rememora no sé qué cosa militar de Nueva Zelanda y Australia. Me sentía mal así que a la mañana fui a comprar jengibre para hacerme un té, y mientras estaba en el centro del pueblo pude ver a la marcha militar, con gaitas y redoblantes.

Almorcé salchichas, tomé el té picante y me fui a dormir. A la hora y media estaba renovado. Así que decidí aprovechar el sol e irme a la reserva Papamoa Hills, a unos 5 km del Holiday Park, y en donde se sacan unas lindas fotos. Claro que esa distancia es mucho para caminar, pero no para pedir aventón.

A los dos minutos un auto deportivo, azul, baqueteado pero sólido, paró a mi lado. Un kiwi (o neocelandés europeo) canchero de unos veintipico de años, me preguntó desde la ventanilla si yo tenía licencia de conducirMil cosas pasaron por mi cabeza, pero mi respuesta más rápida fue:

-Yes bro.
-Then jump in! 

Y así como así se bajó del auto, me hizo subir al volante, me dijo que no había problema con que nunca hubiera manejado un auto a la derecha, ni con que apenas tuviera experiencia manejando en Argentina, y mucho menos con que jamás hubiera manejado en ruta, y me explicó que estaba sin licencia de conducir por exceso de multas y que era más seguro que manejara yo aunque fuera unos kilómetros. Su confianza se me transmitió, puse primera, salí a los tumbos pero de tercera pasé a cuarta (por primera vez en mi vida) y me mantuve a los casi 100 km/h reglamentarios para que no me multaran a mí ni se hiciera una caravana detrás mío.

Así fui hasta Papamoa Hills. La adrenalina latía en todo el cuerpo y el jengibre daba power para escalar el monte antes de que se pusiera el sol. Pero desgraciadamente, aunque no me detuve ni un segundo, unas nubes se emputecieron y taparon la puesta de sol, así que unas fotos que pudieron ser fantásticas terminaron siendo lo que son gracias a photoshop.
              

Esperé a que anocheciera para ver esos gusanitos luminosos al costado del camino, intenté sacarles unas fotos (al menos lo intenté), y tuve la suerte de que un viejo, que había estado en el acto en Tauranga, la ciudad principal de Bay of Plenty, y que estaba parando también en el Holiday Park, me levantara y me diera charla. La amabilidad de los locales no dejaba de sorprenderme.




Rafa Deviaje.

domingo, 4 de mayo de 2014

Segundo destino: Te Puke

Auckland no me aguantaba más, y aunque el pronóstico de lluvias era pésimo, después de una última entrevista fallida, partí un viernes hacia Te Puke. Allá me esperaban casi todos los argentinos y uruguayos que había conocido en el avión.

         


Para empezar, voy a explicar cómo es Te Puke, la capital mundial de la kiwifruit (sí acá le dicen así para distinguirlos de los kiwis que son de carne). Para que se den idea, es un pueblo chiquito que depende del trabajo rural, básicamente de las miles y millones y trillones de plantaciones de kiwi, y también algo de la palta (que acá se llama avocado, díganme si no suena a algo malvado). El centro de Te Puke es de tres cuadras a cada lado de la ruta principal que lo atraviesa, tiene su zona linda residencial a cada lado, dos supermercados grandotes, una máquina expendedora de pelotas de rugby, y algo de fábricas y talleres mecánicos.

¿Cómo son las plantaciones de kiwifruit? Básicamente laberintos, no de ligustrina pero sí de impenetrables murallas de pinos plantados uno al lado del otro. Atravesás una puertita estrecha en una de estas paredes y encontrás una plantación cuadrada e inmensa de kiwis, que es como una parra. Y en las puntas de estas plantaciones u orchards, hay otras puertitas, y otras plantaciones, y otras puertitas, y así hasta el infinito. Es un temor común, y una pesadilla frecuente entre los pickeadores, el quedar perdido en una orchard y despertar llorando.

 

¿Me volví rico pickeando kiwi? No. En tres semanas pude trabajar menos de seis días debido a la lluvia y al nivel bajo de azúcar en los frutos. Primero con el kiwi green (el común que se come en Argentina) y un grupo de indios que me querían comer crudo cada vez que mis brazos reposaban un segundo; y después con el kiwi gold (que es la delicia del universo, muy dulce, calvo por afuera y amarillito por adentro) y otros indios que al menos me querían comer en empanada.

¿Cosas para rescatar en Te Puke? Paisaje bonito incluso en los incontables días de lluvia, curiosas formaciones de nubes, la amabilidad general de la gente (salvo los indios con los que trabajé), un exitoso dulce casero de kiwi gold, y lo económico de vivir en el Holiday Park.

Y para terminar: ¿cosas de Te Puke que no vale la pena poner en el blog? La infinidad de moscas en la cocina comunitaria del Holiday Park, la suciedad general del Holiday Park, los dos kilómetros diarios de peregrinaje a la biblioteca pública (santuario del free wi fi), los indios negreros que hablaban como terrorista de battlefield,  el negro en moto que con su sonrisa le quería vender marihuana a todo el mundo.



Rafa Deviaje.