jueves, 11 de diciembre de 2014

Lake Ohau, Hopkins River y Huxley River


Como contaba, me fui de Cook Village después de haber visto todo lo que el clima me permitía llegar a ver. Y aunque mi hambre visual deseaba más, admito que me preguntaba si iba a encontrar en todo Nueva Zelanda algo que me fascinara tanto como ese valle.


Sin grandes expectativas fue que me desvié de la ruta principal hacia el Lago Ohau. Comparado con los lagos que había visitado previamente, cuyas orillas acariciaban la ruta, este Lago Ohau parecía abandonado y sin explotar. También el paisaje parecía más comunacho, más chato, las casitas súper espaciadas, medio depre.

Conseguí un rincón al lado de la playa rocosa donde pasar la noche, que fue ventosa como si todas las deidades maoríes se estuvieran tirando pedos en ese lago. Dormí muy mal porque cada dos minutos el auto se zarandeaba para todos lados como una abuela malvada que patea la cunita de su nietito bebé.

Y la mañana siguiente no parecía muy prometedora tampoco: nublado, con una garúa fría, y mucho pero mucho viento Oeste-Este, o sea que lo tenía en contra. Manejé hasta el inicio del caminito, até la bolsa de dormir alrededor de mi mochilla con cámara de fotos y algo de morfi, y partí, inclinado hacia adelante para no sucumbir ante el viento y con la idea de llegar lo más lejos posible, pasar ahí una noche, y volver.

La hago corta porque los dos primeros días el clima fue similar y la nubladez no dejaba sacar fotos muy cancheras: lluvia por la noche, viento y llovizna durante la mañana y gran parte de la tarde, y clima mejorando hacia el atardecer. El camino alternaba por el valle del río Hopkins y después por el del río Huxley, y también me hacía subir por el bosquecito, arriba abajo arriba abajo, perdete, encontrate, esquivá este dominó de árboles caídos, cuidado acá que hay un deslizamiento nuevo y todo desapareció, mirá que lindos esos musgos y helechos, guarda con el puente colgante que se mueve como un zamba, guarda con ese pantano que me olvidé de avisarte que te hundís hasta las bolas, seguí ese caminito entre los pastos que parece hecho por conejos o por pixies embusteros, etcétera. A veces me costaba un toque seguir el ritmo, encontrar las flechitas de plástico naranja que marcan el sendero, llegar a las huts, pero poco a poco los paisajes eran más lindos, los bosques parecían más vírgenes y las montañas se hacían más altas y hermosas.

Otra cosa que me mató fue el tema de la temperatura. Como si fuera un cuento de Cortázar, puedo afirmar que Octubre en la Isla Sur es un ponerse y sacarse pulóveres, buzos, camperas, cuellitos polar, guantes, capuchas, anteojos de sol. Pasaba en cuestión de instantes de chivar como negro abajo del sol en un rincón reparado del valle, a congelarme los mocos a la sombra de un bosque sacudido por un vendaval helado. Por suerte fui prudente, perdí todo el tiempo que requería en ponerme y sacarme cosas, y evité enfermarme en cinco segundos, como hubiera pasado.

Así que buen, la primera noche la pasé en la Huxley Hut, ahí donde el río homónimo se divide en sus brazos norte y sur, en el valle más hermoso de mi vida. Pastizales dorados. Un río de piedras y piletones turquesas. Montañas gigantes a ambos lados, cubiertas de árboles tímidos y sabios. Montañas blancas a mis espaldas, montañas como de Jurassic Park adelante, llenas de niebla, de luz, de aire, dibujadas como montañitas de porcelana china. Montañas indescriptibles, llenas de una mística colosal de leyenda olvidada.



Tuve que girar en redondo mil veces para poder intentar tragar todo aquello, sin aliento, con la barrita del asombro por arriba de cualquier medición, sin pestañear, divagando las pupilas por acá y por allá, yéndome con los pajaritos, siguiendo la silueta de las cumbres, el movimiento de los árboles al viento, el vuelo de dragones, los senderos de pixies embusteros.

Si bien llegué hecho medio concha y cansado, al encontrar camitas limpias, una salamandra a leña, y un paquete de fideos para usar libremente, las energías volvieron a mí: prendí fuego para calentar el ambiente y sacar las moscas, haché leña para los próximos visitantes, fui a buscar agua al río y hasta inventé una especie de caña y un anzuelo (que no funcionaron) con unos alambres. Cuando ya se ponía oscuro tuve que usar la letrina que estaba escondida en medio del bosque: los grandes árboles creando todo tipo de penumbras y contornos, sonidos y rumores, confieso, me obligaron a cagar con la puerta de la letrina abierta. Después, más pancho, me senté afuera de la cabañita a contemplar, contemplar, contemplar...



Como anticipé, el clima del segundo día fue idéntico: viento, llovizna, nubes, y una tardecita más copada. Arranqué viaje sin desanimarme hacia la rama norte del Huxley, a puro bosque, pura subida y bajada. Puro sudor. Puro perderme y volverme a encontrar. Este nuevo valle, más estrecho y encajonado, con montañas como petrificados mazos de cartas gigantes, tenía su buena cuota de fantastiquez. Y unas formaciones con distintos tipos de musgos y líquenes que daban para volverse loco (bueno capaz sólo yo, que me encantan los musgos y esas cosas.)

Llegué a la última cabañita de ese recorrido, llegué a vislumbrar el valle repituco donde nacía el río Huxley del norte, y me volví. (A los quince minutos me di cuenta que había perdido la tapa de la cámara, pero por suerte la encontré a cien metros de la cabañita.) Y desandando lo andado, de repente me crucé con una especie de ciervo o cabra o qué sé yo qué, re bonito, que me saltó al lado y se alejó a los brincos. Lo perseguí lo mejor que pude y tuve la suerte de volver a cruzármelo como cinco veces, siempre a la distancia, y fotearlo mal que mal. “Bicho boludo, pensaba, si te quedás mirando así cualquier cazador te la pone antes de que te enteres”. Después cruzó el río y le dije chau adiós.

Esos cazadores me los crucé más adelante: eran tres kiwis con zarpadas escopetas que se relamieron cando les mostré las fotos en mi pokedex cámara y me explicaron que era un Jimmy, o Shaimi, o algo así. Deseé con el alma que al bicho no se le ocurriera descruzar el río, y a la mañana siguiente, cuando escuché dos disparos que resonaron en cientos de kilómetros a la redonda, deseé que la bala se hubiera perdido.

Pero bueno volviendo a mi caminata, cuando estaba a punto de volver a la cabaña Huxley, donde había pasado la noche anterior, decidí mejor arrancar por el camino que llevaba a la naciente de la rama sur. Que era larga y no tenía otra cabaña en el final, así que me dije “caminá una hora, una hora y media como mucho, y te volvés”. 


Pero al rato de estar subiendo empinadamente, vi un cañadón re lindo a lo lejos, y decidí dármelas de boy scout y me mandé fuera del sendero, luchando contra toda clase de vegetación adversa y siempre cuesta abajo, hasta el lecho del río. Brinqué por todos lados, esquivé arbustos y malezas y piedras movedizas, hasta llegar a mi querido cañadón. Que no estaba tan bueno, ni ahí.

Como se hacía tarde y me pesaba la mochila, decidí pegar la vuelta caminando por el mismo lecho: para volver al sendero tenía que ascender como cien o ciento cincuenta metros en medio del bosque, y ni daba. Además, parecía sencillo.

Bueno, sencillo las pelotas. Por empezar, las piedras estaban patinosas e inestables.

Segundo, casi me desbarranco un par de veces en laderas llenas de grava suelta y cascotitos. Tercero, cuando tuve que aplicar mi escaso conocimiento de escalada para subir una piedrota que le cortaba el paso al río, estuve a punto de irme a la mierda y me salvé manoteando unos arbolitos de raíces frágiles como patas de mariposa. Me sentía re A prueba de todo, me faltaba tomar pis de Shaimi y un cameraman y estaba hecho.

El último desafío fue cruzar un arroyo sobre un tronco caído e inestable de un árbol, que se partió apenas me le senté arriba, ensartándome un cacho de rama en la nalga derecha. Lo bueno es que después de partirse quedo más estable, y pude cruzar caminando como equilibrista de circo, y llegar pocos minutos después a mi tan preciada Huxley Hut.

Ahora: estaba sudado hasta las patillas, lleno de tierra, pólen, hojas y ramitas de todo tipo de plantas, pringoso como minero y maloliente como... minero. Volví a hacer fuego, calenté dos palanganas con agua y ahí nomás, afuerita de la cabaña, en medio de la soledad, me di una ducha rápida y reparadora. Y a hacer noni nomás.

El tercer y último día fue climáticamente espectacular. Pero zarpado eh. Todas las fotos que había sacado a la ida, las volví a sacar a la vuelta y quedaron mejor. Y no sé por qué, si por haberme sentido... no digo que cerca de la muerte, pero sí cerca de romperme unos huesos y darme unos chapuzones contra las piedras, o por haber pasado ya unos cuantos días en completa soledad, o porque todo era tan lindo y tan hermoso y tan diáfano, o por qué, pero todo ese viaje de vuelta, de varias horas e igual de exigido, me la pasé cantando y cantando y hasta quebré en llanto ya casi llegando al auto.



Y por primera vez desde que dejé mi casa en Buenos Aires sentí que extrañaba, y quería correr al auto y arrancar a las chapas y manejar hasta mi casa para contarle a mi mamá y a mi papá todo lo lindo que había visto y las boludeces que había hecho y cómo me maravillaba la luz y la corteza de los árboles, la respiración del Shaimi ese con cara de conejo, las caras de roca de las montañas, la nieve, el agua, las nubes, la tierra, el aire.

A casi nada del auto me encontré con un hurón rengo. Me acordé que es un predador que se come a pájaros nativos que están en vía de extinción, que se come sus huevos, desarma sus nidos y hasta les saca su propio alimento... Y con un cascote bien bien grande, lo liquidé. No se sintió bien, pero fue mi pequeño aporte para preservar ese pequeño paraíso neocelandés que había logrado conmoverme en lo más íntimo.



Rafa Deviaje.

jueves, 13 de noviembre de 2014

Lake Pukaki y Aoraki/Mt. Cook


Yéndome del Lago Tekapo llegué al Lago Pukaki. Y si el primero era ultra turquesa, este otro, el Pukaki, era tan pero tan turquesa que podría haber sido un naranja explosivo y daba lo mismo. No se dejen engañar por la falta de saturación de las fotos: juro y no miento cuando digo que al verlo por primera vez después de una curva, casi sigo derecho por el precipicio.

Lo malo es que al lado de este hermoso lago no hay ningún pueblo que brinde información sobre caminatas ni nada similar, y además yo andaba necesitando un adaptador para cargar las baterías de mi cámara. Pasé esa noche en un camping en las orillas del lago y al día siguiente fui a Twizel, un pueblito cercano, a proveerme. Conseguí un adaptador que después no anduvo y tampoco pude conectarme a ningún lado porque era domingo y todo estaba cerrado como mano de arteroexclerósico.

Así que viendo folletos poronga y mapas chotos que querían venderme vuelos panorámicos a toda costa, decidí manejar hasta Cook Village, un lugar re turístico que está en la otra punta del Lago Pukaki, cerca del Mount Cook, la montaña más alta de Nueva Zelanda. (Esta montaña también se llama Aoraki, su nombre maorí, y para ellos era una deidad, pero yo no la llamo Aoraki porque me suena chistoso, a tiros, lío y cosa golda).

Apenas llegué fui al museo que tiene el Department of Conservation (muy cool, muy completo con cosas de alpinismo, flora y fauna), donde tuve la suerte de encontrar una compu con acceso a internet, sin restricciones. Y como el clima era una verga y no valía la pena ni asomar la nariz, me di una panzada de varias horas de internet.

Pasé la noche en el auto entre unos arbustos, al lado del camino, y a la mañana siguiente hice unas caminatitas cortas. El paisaje era lindo y dramático, pero la nubladez y el frío arruinaban todo un poco. Después junté huevos y me mandé hacia el sendero que llevaba a la Müeller Hut, una cabañita para alpinistas, que estaba al otro lado de una montaña re alta. Sabía que no iba a alcanzarla, pero quería ir todo lo cerca que pudiera.


Lo bueno, lo zarpado, lo increíble, es que todo el camino está hecho escalera. Así es, vuelvo a no mentir: miles de escalones de madera, en zigzag escarpado, siempre parriba, entre la piedra y la vegetación arbustífera o como se llame. Desde el principio me fascinó. Ahora, lo malo es que al ir subiendo empecé a encontrar nievecita acumulada en las esquinitas de los escalones y en las hojitas de los arbustos. Ok, frío igual no sentía. Subí y subí infatigable y la nieve empezó a cubrir todos los escalones y todas las plantas, y se largó a nevar, primero suavecito y después con más garra, y de repente los escalones no se veían y yo estaba ahí, siguiendo suaves depresiones que supieron ser huellas de alguien que fue pero nunca volvió, y todo se volvió blanco, el paisaje alrededor era una gran mancha gris, y los pies se me enterraban veinte centímetros en la nieve.

Entonces paré un segundo y me pregunté cuál era el propósito de seguir subiendo. Miré para arriba y no supe cuánto faltaba, porque se perdía todo en la tormenta de nieve. Miré alrededor y no pude ni saber cuán alto estaba, porque a los diez metros la nieve me cegaba. Miré mi pantalón con agujeros, mis hermosas botas, muy cómodas pero no aptas para la nieve, y mi cámara que se humedecía por más que la escondiera entre la barriga y la campera. Encontré un mini puentecito y esperé abajo de él un rato, hasta que las tripas me hicieron ruido, y emprendí un retorno precipitado. Mis propias huellas, en pocos minutos, se habían ocultado abajo de unos dos centímetros de nieve nuevita nuevita. Al volver al refugio en el valle, orgulloso en mi derrota contra la naturaleza, descubrí que en el valle las condiciones climáticas no habían cambiado, que simplemente, arriba de esa montaña, la nieve era dueña y señora de las cosas.

Me tomé un té caliente en el auto mientras dibujaba, y en eso un kea, una especie de loro nativo, aterrizó sobre mi auto haciendo mucho ruido, y de ahí se fue a buscar basura para comer. Lo engatucé con golosinas y pedazos de pan para acercarme y fotearlo, pero como caía la noche me las tomé.
Al día siguiente desperté, otra vez en mi auto entre los arbustos, con dos centímetros de hielo sobre capot y techo, y otra capa de hielo más delgada por el lado de adentro del parabrisas. Sí que hizo frío la reconcha de su madre. Pero a cambio el cielo se mostraba claro y despejado, dejándome ver el tope de las montañas que hasta ese momento habían estado ocultas.

Bueno, me dije, intentar subir el mismo sendero no tiene sentido, así que fui al caminito más popular: el Hooker Valley Track, que te lleva hasta el Mt. Cook. La luz diáfana del amanecer y la pureza del cielo eran increíbles. Hubo quienes vieron una de esas nubecillas que se colorean como un arco iris, pero yo me la perdí: no tenía ojos más que para la montaña más alta de Nueva Zelanda.

Parecía hecha en photoshop. Parecía trucha, mal randerizada, como de un jueguito de pc de hace quince años. Y cada paso que me acercaba era más grande y más altiva, más poderosa, más magnética. Los maoríes no fueron ningunos bobos al idolatrar a tremendo mazacote de piedra y hielo, luz y nieve, altura y soberbia.


Súbitamente el cielo se volvió a nublar y yo me volví, sin dejar de voltear la cabeza para ver a esa montaña una última vez. Y todo alrededor me seguía fascinando: las montañas abruptas y cubiertas de bosque y arbustos de hojas diminutas, llenas de rocas, de nieve, de luz que se metía por todos lados y ensombrecía diez mil recovecos. Me fui llenando los ojos con cada metro que avanzaba sobre el sendero, sintiendo cómo cada montaña cambiaba de lugar, ocultando a otra montaña y mostrándome una nueva, escondiendo la caída de una cascada pero revelando un cañadón escondido, mostrándome una parte de su bosque mientras otra parte del mismo, que ya no vería nunca más, desaparecía de mi vista. Yo caminaba, pero todo el valle seguía mi ritmo.

Manejé hacia otra rama del valle, que tiene forma de Y. Ahí estaba el Tasman Glaciar. Me mandé por un sendero pero, oh dejavú, me perdí y terminé caminando por la ruta para 4x4, clausurada, que llevaba hasta la Ball Hut (o Cabaña Pelota), que también estaba clausurada. Caminé un rato por ahí hasta que decidí trepar el montecito que tenía a mi derecha, donde se tenía que encontrar el glaciar, y arriba de todo descubrí que estaba parado sobre una gran muralla de piedras amontonadas e inestables, que el glaciar, en su eterno retroceso, había ido dejando atrás.

Ante mí tenía un lago de color verde lechoso, y a lo lejos (pero mil veces más cerca que los giles que miraban desde el mirador, en la otra punta del lago) el Glaciar Tasman. Tengo que coincidir con todos los argentinos que fueron a verlo: es medio una chotada. No es más que un poco de hielo de lindo color, cubierto con infinidad de piedras y mugre. Saqué unas fotos, cuidándome de no caer del otro lado de esa pared de cascotes, hice un inestable mojoncito de piedritas para las generaciones futuras, y me volví.

Contento, satisfecho. Con el cuenco de mis ojos lleno de formas y colores que antes no conocía; con la memoria de la cámara a punto de reventar, pero con espacio suficiente para mi próximo destino: el bastante ignorado Lago Ohau.



Rafa Deviaje.

martes, 4 de noviembre de 2014

Lake Tekapo


Dejé atrás Banks Peninsula y fui manejando al sur, viendo a dónde podía ir a parar. Dejé atrás algunos lugares, como Peel Forest, porque tomé el camino equivocado y no vi los carteles, pero de todas formas llegué a un lugar lindo, en un día fulero: Lake Tekapo. O Lago Te-capo. Si habré pensado chistes con eso que no pude compartir.

El color del agua es turquesa intenso debido a las partículas que le quedan flotando del glaciar que se derrite, o eso dicen. Las montañas están un toque lejos pero hacen un lindo marco, tiene una “capilla histórica” que me pareció malísima, y una estatua de un perrito súper cute.

Después de ver el pueblito y rayar un auto alquilado al intentar estacionar (terminó doliendo 150 manguitos el rayón, ylarrep) me fui al camping del Lago Alexandrina, que junto al Lago McGregor hacían como parásitos del lago principal. Esa noche hizo frío y desperté tiritando, pero con nieve nueva en las montañas aledañas.

Armado de un mapita me fui a hacer una caminata que salía desde el camping y le daba la vuelta al Lago Alexandrina y después al McGregor. Pero rápidamente me di cuenta que había algo mal: el mapita no coincidía pero ni ahí. Decidí que era porque el mapita era re pedorro y simplemente seguí caminando al lado del lago hermoso, que debía ser el McGregor. Le metí pata hasta que me cansé, intenté ir hasta la montaña más cercana pero al rato vi que seguía estando muy lejos y yo no traía provisiones para un almuerzo, y volví a campo traviesa, entre matas de pasto, madrigueras, ovejas muertas y vacas asustadizas.




Y al volver, al reingresar al camping, esta vez a pie y no al volante, pude ver el problema: yo había pasado la noche en el camping del Lago McGregor, no en el camping del Lago Alexandrina. Y el lago cuyas orillas había recorrido era el Tekapo, todo por propiedades privadas. Genial.

Fui rápido en el tutú hasta el Lago Alexandrina y vi que era malísimo, así que volví al pueblo y subí el Mt. John, un montecito que tiene un observatorio (y una cafetería) en la cima. El bosquecito al principio era genial, lleno de conejitos que escapaban corriendo y pajaritos a lo Disney. Llegué al tope, saqué unas fotitos poronga de un paisaje lejano que era Espectacular con mayúsculas y subrayado, y de toque se largó a nevar frío y finito. Así que volví corriendo a través del bosquecito encantador, que ahora tenía un toque Disney navideño.

Al día siguiente quería hacer una caminata más larga, que pasaba por un viejo refugio y por un centro de ski que estaba cerrado, así que me fui en auto por el camino de ripio que recorría la orilla contraria a la que esa mañana había caminado.

A mitad de camino atropellé un conejo. De los muchos que salían corriendo por todos lados, este pobre desgraciado saltó justo adelante del auto. Frené para ver qué onda: intacto salvo por un ojito que colgaba. Miré para un lado, no vi más que pastos al viento. Miré para el otro, y no vi más que casitas aisladas en la pradera. Listo: me lo llevé.


Al llegar al inicio de mi camino, donde podía dejar el auto, decidí cenar. Y estaba por despechugar al conejito cuando vi que había anuncios de cebos y veneno para matar possums (un roedor invasor) diseminados por la zona. ¿Y si el conejito estaba envenenado? Volví a mirar el cartel y vi que abajo de todo, bien chiquitito, había un celular por cualquier duda... Miré para un lado y vi un pastizal dorado; miré para el otro y... buen, probé a llamar. Me atendió un kiwi confundido que me dijo que no, que al conejo podía manducármelo tranquilo. Corté y eso hice: lo pelé medio a lo bestia, según había visto hace poco en Game of Thrones, descubrí que el bicho estaba lleno de mierda (tal vez por eso había saltado medio lerdo) que limpié cuidadosamente, y después lo herví. Y mandé fideos, porque no era tanto conejo.


Después de cenar me agarró una especie de euforia ante los acontecimientos que me encantó. La noche fue fría y ventosa, pero dormí mecido por una extraña y dulce satisfacción. La satisfacción de estar haciendo cosas que nunca hubiera esperado. La panza llena también contribuía.

Desperté temprano también ese día, y empecé a caminar. Básicamente seguía el camino clausurado que llevaba al centro de ski cerrado, y aunque el andar era tedioso, a medida que ganaba altura el paisaje era cada vez más espectacular. Sentía que estaba en las tierras de Rohan y que en cualquier momento un rohirrim iba a cabalgar hacia mí y ponerme una lanza en el pecho.

Al llegar al centro de ski vi que la pista principal tenía nieve, pero por más que busqué y busqué, no había ninguna tabla de snowboard ni una pila de trineosesperándome. Intenté tirarme a lo palomita un par de veces pero me re clavé, así que desistí. Lo que sí encontré allá arriba fue a un italiano y un brasilero que vinieron atrás mío y me alcanzaron, así que juntos fuimos hasta arriba de todo de la pista de ski principal. Hermoso. Panorámico. Re genial.

Otra vez se largó una nieve finita y mucho viento helado así que volvimos a lo maratónico, salté al auto y manejé hasta llegar a las orillas de un lago que casi me hace chocar: Lake Pukaki. Ahí es cuando entendí por qué las montañas supieron ser dioses.






Rafa Deviaje.