miércoles, 18 de octubre de 2017

Epílogo

Acá, para cerrar, viene el posteo ultra personal. De esos que más quería escribir pero que no sabía si iba a interesar. Ese que quise poner por escrito el primer día que puse un pie en tierra extranjera, pero que demoró un año en ver la luz del primer renglón. Ese que no tiene principio ni final.

Y al no tener principio se hace doblemente difícil elegir por qué empezar. Y citando a un desconocido, digo que se empieza por lo primero y ese primero es la idea del viaje.

Conocer gente que viajó o conocer sus historias es quizás el inicio de las ganas de viajar. Ver fotitos de países tropicales en los libros de geografía del primario, ojear la sección de turismo (después de leer los chistes de la última página) sólo para ver playas exóticas, o soñar despierto con desiertos y océanos escuchando música... esos tendrían que haber sido algunos síntomas, pero en ese momento no eran nada. Eran latencia.

La primera vez que dije que quería viajar dije que quería ir a Hawaii. Ningún boludo. Pero mis viejos no me dejaron. Sin embargo ahí debió ser que despertó ese pequeño monstruo insaciable, algo adentro mío que dijo “¿ah sí, no puedo ir a Hawaii? Dale, esperate, ya vas a ver”. Así que terminé la carrera de cuatro años y medio esperando sólo ese momento: irme de viaje. Y para ese entonces en mi cabeza no había ninguna otra alternativa que no fuera la de irme a la mierda. (No literalmente.)

Durante su concepción el viaje tomó mil formas: una Work and Travel a Estados Unidos y después a Europa. O a Hawaii de nuevo. Esto y lo otro. Pero debido a mil diversas circunstancias y gracias al pasaporte tano, Nueva Zelanda se plantó ante mí: un país de muy fácil acceso, lleno de trabajo pagado en algo más mejor que el sope, ultra hospitalario y diseñado para recibir viajeros freshman como yo.

Sacar la visa, comprar pasajes, contratar seguro, elegir mochila y pagar por adelantado las primeras noches en un hostel del que no sabía nada, fueron pasos que se sucedieron tan simplemente como jugar al pan y queso. La voluntad estaba cien por ciento dispuesta. Los nervios se iban multiplicando pero eran aceptados con simpleza infinita.

Y ahí sí, el viaje. Tenía mil expectativas, las buenas y las malas, y era consciente de que no tenía ni la más remilputa peregrina idea de qué iba a pasar, conmigo, con todo. Si esperaba un cambio de personalidad abrupto y repentino, no lo hubo. Seguía (sigo) siendo el mismo gil. Pero desde el primer momento me di cuenta que algo estaba cambiando, muy por adentro, muy de a poco, muy a lo mínimo y necesario: sentí que estaba madurando.

Sí, así es. Ya no estaba con mamá ni papá ni un hermano mayor, ya no tenía un amigo con auto que decidiera a dónde ir, y la manada no me atraía. Así que empecé a tomar decisiones, a aprender a cocinar y a comprar la comida y a planificar con tiempo qué iba a comer. Siempre ayudado por cientos de personas que se apiadaban un poco de mi tremenda inexperiencia, aprendí a moverme, a conseguir trabajo en un país con otro idioma, a defender lo mío, a comprar un auto y a arreglarlo porque te vieron la cara.

Y salvo algún que otro momento de fuerte indecisión, la cosa se fue dando sola, fluyendo, tirando hacia adelante. Se sentía naturalísimo al principio (o sea, salvo porque estaba a diez mil kilómetros y rodeado de asiáticos y maoríes, todo era natural) pero con el tiempo empecé a sentir una extrañeza. Onda, dale, ¿de verdad estoy en Nueva Zelanda? ¿Y de verdad estoy trabajando más de doce horas por día? ¿Y es posta posta posta que estoy pensando en pegar un viaje a Australia el año que viene? Che y escuchame... ¿vos estás seguro que tomaste la decisión correcta, no era mejor conseguir un laburito por allá y hacerla pancho? ¿No dudás un toque de lo que va a pasar, no de acá a un mes ni un año, sino a cinco, a diez? ¿No te irás a volver adicto a esto? ¿Quién te salva después, macho?

Sí, con el tiempo se volvió rarísimo. Y se llenó de dudas. Pero siempre caía en la misma respuesta: primero pensá en viajar, y cuando vuelvas pensá en volver.

Y entre tantas cavilaciones llegó el día en que, de repente, me pregunté cómo era la canilla de la cocina de mi casa en Buenos Aires y no supe responder. Me pregunté cuántos escalones tenía que subir para llegar a mi pieza, y no pude recordar. Intenté componer plantita por plantita el jardín del fondo, y fallé.

Ya conocía ese sentimiento: era el de la mudanza. Recuerdo casi haber llorado, la primera y única vez que me mudé, cuando descubrí que conocía mejor la nueva casa de lo que recordaba la casa anterior, la casa de toda la vida.

Así que me había mudado otra vez, y deviaje era mi nuevo hogar. Y, como nuevo hogar, me fascinaba y quería aprendérmelo todo. Podía pasarme una noche entera, desvelado, recordando cómo se había sentido el asiento del primer avión y cómo el del segundo; cómo brillaba, húmedo, el sol del primer amanecer en Auckland; cómo olía la cocina del primer hostel y cómo la del segundo; cómo dormía en esa habitación subterránea y qué posiciones hacían que la bolsa de dormir se me pegara a la piel; cómo dolían los pies de vagabundear, cómo dolían las muñecas después de diez horas de pickear kiwifruit, cómo dolían las rodillas después de once horas de empaquetar los kiwis que otros backpackers habían pickeado; cómo sonaba el ukulele en aquella sucia cabin, cómo pesaban los párpados cuando empecé a viajar hacia el sur, cómo me sentí en la desoladora Christchurch esa primera noche, cómo se sintió trabajar sin tener un día de completa libertad durante cuatro meses, cómo se sintió despedir montón de amistades y seguir ahí.

Hasta que llegó eso que todo el mundo (y yo mismo) llamamos viajar: recorrer, visitar, ver, explorar, sin más preocupaciones que la comida, lo que se lleva puesto, y hasta dónde llegarás antes de que caiga la noche. Confieso: el mes previo estuve cagado hasta las patas.

Ahora, como sabemos, ese paseo duró poco. Y por lo poco que duró, me di cuenta que viajar solo, por las mías, podía a veces volverse angustiosamente aburrido. No me sentía listo.

Me quedé más de siete meses en la farm de las vacas, y los sufrí como in zángano. No recuerdo haber tenido crisis más grande en mi vida entera: porque todo se me cayó, la imagen que tenía de mí, mi pasado, los porqué de mis fracasos, el porqué de la ansiedad, la falta de espontaneidad, el dolor de piernas, la soledad, el corazón roto, la desesperanza, la forma de la nariz y el pelo y la marca de la ropa y el humor tan malo que ni sonrisas de compromiso traía. Todo cayó, nada se salvó.

La pasé como el orto, en parte porque decidí guardar secreto y en parte porque toda la gente con la que contaba me dejó en banda (salvo una) y me obligó a nadar solito. Entonces fui encontrando muchas respuestas nuevas, y si no me hundí fue porque el faro en la tormenta seguía brillando a lo lejos: estás de viaje Rafa, aprovechá cada experiencia, aunque no se entienda el dolor, aprovechá cada mañana para aprender, y aprovechá que podés tirarte en el pasto al sol donde nadie te molesta y no en un dormitorio diminuto o en un baño de oficina...

Lo mejor que logré, el último tiempo de la farm, fue paz. Sabía que la crisis no había sino empezado, que cuando pisara de nuevo una ruta iba a estar igualmente en pelotas; pero tenía paz en mi cabeza, sólo me quedaba sanar.

Entonces volví al viaje, a moverme solo, y no estuvo feo. Estuvo lindo. Conocí gente, hice favores, me hicieron otros, fracasé en muchas cosas, perdí oportunidades, vi cosas hermosas. Y me fui de Nueva Zelanda a Australia: mi primer país, el primer objetivo, había sido completado completito: ya no había forma de parar.

En Australia vagué por un mes con sólo una brújula y cuando las cosas quisuieron pasar, pasaron: conocí a Ivan haciendo dedo y su familia me adoptó. Soy consciente de que de no habernos conocido nunca mi viaje en Australia habría sido totalmente distinto, quizás habría visto más cosas, habría conocido otra gente, habría incluso ahorrado más plata. ¿Algo de todo eso me importaba? Ni ahí.

Porque Ivan, su familia, su casa y su perro Choco fueron el soporte que me mantuvo alto alto, sobre el zanco. Fueron el nido provisorio, fueron el cariño que me faltaba y que no se consigue de otro backpacker. Fueron, también, quienes me ventilaron las cisuras más cerradas.

En el medio cayó Japón, cayó el reencuentro con la cara de la familiaridad, como si dos años y pico hubieran sido la semana pasada. Y vino aquel viaje alucinante a todo gasto y sin preocupaciones de trabajo o de nada, de nada, de nada. Japón fue la aventura idílica y la sorpresa a diario, fue el otro mundo del que tardé en aterrizar. Fue una probadita de eso que me prometía a mí mismo para cuando se me terminaran las working holiday.

Pero de vuelta en Australia siguieron mis dudas, mi dependencia con Ivan se me volvió contraproducente (aunque siempre disfrutable), el deseo de despegar era inminente.

De vuelta en Australia, también, me atacó una cosa nueva: extrañaba. Soñaba con Argentina antes de dormir y soñaba con la comida de casa mientras juntaba papas y juntaba paltas. Soñaba con volver de sorpresa y ver las caras... Pero soñaba, más que nada, con volver a los tiempos de antes de arrancar mi viaje.

Entonces Tasmania apareció ante mis ojos cerrados, apareció y dijo hola como si siempre hubiera estado ahí (de chiquitito creía que los ornitorrincos sólo vivían en Tasmania), y me fui a Tasmania nomás. Y todo lo que había aprendido y descubierto durante esos tres años de viaje, en esa isla, hizo eclosión. ¿Qué me dio la primera pauta de que algo estaba cambiando irremediable y para siempre?: mandé a cagar esas invisibles reglas autoimpuestas, dije que sí porque el no ya estaba gastado, encontré fuerzas donde siempre pensé que no había nada.

Me dije que puede ser uno mismo ese desconocido hospitalario, me dije que uno puede alimentar todos sus demonios y ángeles interiores con bondad y alegría, me dije que uno puede ir a buscar todo lo que el corazón ansía y puede conseguirlo, me dije que los errores no tienen forma real sino adoptada, me dije que no había coherencia ninguna entre hacer decir y pensar si no se alinea todo con el sentir y el deseo; me dije que, finalmente, el viaje había comenzado. Esa duda como garrapata que durante mi estadía en la farm de Nueva Zelanda había succionado todo lo que quiso, ya no era más que una cáscara seca deshaciéndose en el camino que había atrás.

Y no tuve más dudas: quizás viajar no fuera lo mío después de todo, quizás haya dejado pasar cien mil millones de oportunidades mejores, quizás la travesía se termine de un día para el otro... Pero no había ni un gramo de desperdicio ni podría desear, para mí mismo, nada mejor.

En Tasmania, por primera vez desde que salí de viaje, me enamoré, y sé que no fue casualidad. Era el momento para. Era el lugarcito para.

Los últimos meses en Australia, de nuevo en mi provincia de las Tablelands, fue la última prueba: nunca  pero nunca habría imaginado que repetir una temporada de farm work fuera tan pero tan embolante. Y aunque me mantenía positivo, proactivo y contento, la cosa se hizo de chicle y los días no estaban nunca satisfechos de horas. Parecía ya haber tenido suficiente y sólo quería arrancar.

Arranqué, llegado el anteúltimo día de mi Visa, hacia Bali. Las despedidas se hicieron difíciles con mis australianos preferidos pero todo volvía a sucederse como poner un pie adelante y decir pan, ver al otro imitarte y decir queso.

Y en Bali encontré otro de esos puntos de inflexión: un amigo de mi hermano me invitó a quedarme en su casa a cambio de que me permitiera, también, convencerme de publicar mis cosas escritas. Convencerme de que vale la pena intentar hacer plata con lo que uno ama y no puede dejar de hacer. Y lo logró: fue un flash.

En Bali la pasé de puta madre y disfruté estar activo y disfruté estar pachorra y esperaba cada día con ansiedad para ver cosas nuevas y esperaba cada noche con ansiedad para borrar un día más del calendario.

Porque después de Bali vino, para sorpresa de unos cuantos, mi visita a Argentina; la primera en casi tres años y medio.

Vine de sorpresa porque no debe haber nada más aburrido que ser esperado. Vine de sorpresa e hice bien porque después del quéhacésacá? y los abrazos que apretan más fuerte cuando son inesperados, golpeó el desencanto. El desencanto y la tranquilidad de ver el domicilio de mis documentos legales y saberme ajeno.

Pero así como yo caí de sorpresa, también sorpresas muchas tuve: me sorprendieron los precios inflados, me sorprendió la nueva Axion en vez de la vieja Esso, me sorprendieron las patentes nuevas y los billetes de 200 y 500 pesos, me sorprendieron los trenes nuevos y que hubiera más gente leyendo y ninguno escuchando música con el speaker. Me volvieron a sorprender esos sentimientos que me golpean por dentro cuando veo alguien pidiendo plata y no le puedo dar porque si le doy a todos mis ahorros de viajes de t
res años y medio se me van en un mes. Me volvieron a sorprender la muchedumbre de caras tristes y las fachadas llenas de polvo y la poca felicidad no elegida. Me volvieron a sorprender idénticas fachadas en el barrio y ver casas nuevas y que el olor del vecindario permaneciese inalterado. Me sorprendió ver el árbol de la otra esquina, tan gordo y tan alto, comiéndose los cables de alta tensión.


Me sorprendió con mucho agrado verlos a mis amigos y a mis parientes y reconectar al instante, y demostrarme que cuando las ondas sonoras surgen de una garganta y no de un parlantito, las ideas que transmiten se decodifican de otra manera. Me sorprendió con agrado vernos maduros, altos, abiertos, cansados pero invencibles.

Un mes y medio fue mucho, a pesar de las reuniones, de la escapada a Salta, de los abrazos. Un mes y medio que fue un paso y no hacia atrás, aunque me trajo al mismo sitio: fue un paso adelante, ahí donde cierra el ciclo.

Un paso final: ahí donde el pie del queso pisó el pie del pan, porque ya no había lugar para los dos, terminó toda esta sucesión. Arrancó la hora de empezar a jugar.

Despedirse fue mucho más difícil hoy que hace tres años y medio. La edad, la experiencia, la reincidencia, nos hacen a todos más conscientes de las consecuencias. Y ahí va.


Rafa Deviaje.