Oliva, mi amiga española,
llevaba un par de meses trabajando en un café en Rottnest Island,
que está a un tiro de Fremantle, y me había invitado hacía rato,
pero la falta de tiempo de Juli y los precios de pasaje me habían
frenado.
Sin embargo cuando me
encontré con cinco días extra de libertad, me fui hasta las
oficinas de la compañía del ferry y les dije que quería ir allá a
visitar a una amiga pero que estaba medio caro para mí. Tuve suerte:
la viejita copada me hizo un veinte por ciento de descuento por ser
amigo de un empleado de la empresa y, además, me consiguió asiento
en los barcos que figuraban ya repletos.
Empaqué bien liviano mis
cositas en la mochila chica, pasé por el supermercado para llevarle
fruta fresca y barata a Oliva, y me embarqué. Ella me recibió en su
casa, me mostró dónde iba a dormir, me mostró su
bicicleta de cambios truncados, y me prestó un snorkel.
¿Qué itinerario tenía
para el primer día?, me preguntó, y le dije que le quería dar la
vuelta entera. Convengamos que Rottnest Island tiene once kilómetros
de largo, pero así y todo me miraron como si estuviera
loco.
Loco las bolas: lo dije y
lo hice. Arranqué recorriendo la costa norte, parando en cada
mirador y en cada playa bonita. Vi serpientes escabullirse en la
ruta, vi una mantarraya bajo el agua, vi rocas gigantes como esponjas
del tiempo, vi el agua más cristalina del mar, vi un acantilado de
como ocho metros y salté (dos veces, que saltar una sola vez no demuestra
coraje), vi casitas abandonadas y lobos marinos y formaciones
extrañas de piedra como templos asiáticos en miniatura, vi un barco
hundido, lagartos enormes, faros fotogénicos, pero ni un puto
quokka.
Aclaro: los quokkas (que
como ratas gigantes dan la nomenclatura a Rottnest Island: Isla Nido
de Ratas), o el marsupial más feliz de todos, abundan en aquel
lugar. O se suponía.
Al día siguiente pude
darme el gusto: caminando con Oliva por el centro de la isla vimos
bocha de quokkas (que sí, parecen estar sonriendo todo el tiempo,
pero si mirás con cuidado le ves, en los ojitos, que están tristes,
y que no lloran porque simplemente no tienen forma de hidratarse a
gusto en esa isla pelada), y vi lagunitas rosadas (no tan rosadas
como pueden ponerse, pero mil veces más rosas que el Pink Lake de
Esperance), y vimos trencitos de gatas peludas (una de treinta y
seis, la otra de cincuenta y siete), y cumplí uno de mis sueños
desde que, de pequeño, vi esa película con Jessica Alba: Into the Blue.
Y pude meterme a hacer
snorkel en el barco hundido que había visto el día anterior. A unos
treinta metros de la costa espera, cubierto de algas y cobijando
montón de peces, casi mágico. En mi imaginación era un galeón
español lleno de esqueletos aferrando cofres sellados por la
herrumbre, así que si no me quedé nadando ahí todo el día fue
simplemente porque el agua estaba muy fría.
De ahí volví a lo de
Oliva, me despedí otra vez, fui a tomar el ferry, volví a
Fremantle, donde dejé patinarse un par de días más en buena
compañía de hostel, y me despedí de mi (doblemente) roomate.
Volvía a las Tablelands,
a la casa de Ivan y de Amanda y de Choco. Volvía lleno de historias,
volvía la misma farm, a la misma camioneta, a las mismas personas,
pero yo me sentía totalmente otro. Una alegría fue ver que, de
darnos las manos, todos me lo señalaban con una sonrisa y me
invitaban a contarles qué había estado haciendo.
Rafa Deviaje.