Sin grandes expectativas
fue que me desvié de la ruta principal hacia el Lago Ohau. Comparado
con los lagos que había visitado previamente, cuyas orillas
acariciaban la ruta, este Lago Ohau parecía abandonado y sin
explotar. También el paisaje parecía más comunacho, más chato,
las casitas súper espaciadas, medio depre.
Conseguí un rincón al
lado de la playa rocosa donde pasar la noche, que fue ventosa como si
todas las deidades maoríes se estuvieran tirando pedos en ese lago.
Dormí muy mal porque cada dos minutos el auto se zarandeaba para
todos lados como una abuela malvada que patea la cunita de su nietito
bebé.
Y la mañana siguiente no
parecía muy prometedora tampoco: nublado, con una garúa fría, y
mucho pero mucho viento Oeste-Este, o sea que lo tenía en contra.
Manejé hasta el inicio del caminito, até la bolsa de dormir
alrededor de mi mochilla con cámara de fotos y algo de morfi, y
partí, inclinado hacia adelante para no sucumbir ante el viento y
con la idea de llegar lo más lejos posible, pasar ahí una noche, y
volver.
La hago corta porque los
dos primeros días el clima fue similar y la nubladez no dejaba sacar
fotos muy cancheras: lluvia por la noche, viento y llovizna durante
la mañana y gran parte de la tarde, y clima mejorando hacia el
atardecer. El camino alternaba por el valle del río Hopkins y
después por el del río Huxley, y también me hacía subir por el
bosquecito, arriba abajo arriba abajo, perdete, encontrate, esquivá
este dominó de árboles caídos, cuidado acá que hay un
deslizamiento nuevo y todo desapareció, mirá que lindos esos musgos
y helechos, guarda con el puente colgante que se mueve como un zamba,
guarda con ese pantano que me olvidé de avisarte que te hundís
hasta las bolas, seguí ese caminito entre los pastos que parece
hecho por conejos o por pixies embusteros, etcétera. A veces me
costaba un toque seguir el ritmo, encontrar las flechitas de plástico
naranja que marcan el sendero, llegar a las huts, pero poco a poco
los paisajes eran más lindos, los bosques parecían más vírgenes y
las montañas se hacían más altas y hermosas.
Otra cosa que me mató fue
el tema de la temperatura. Como si fuera un cuento de Cortázar,
puedo afirmar que Octubre en la Isla Sur es un ponerse y sacarse
pulóveres, buzos, camperas, cuellitos polar, guantes, capuchas,
anteojos de sol. Pasaba en cuestión de instantes de chivar como
negro abajo del sol en un rincón reparado del valle, a congelarme
los mocos a la sombra de un bosque sacudido por un vendaval helado.
Por suerte fui prudente, perdí todo el tiempo que requería en
ponerme y sacarme cosas, y evité enfermarme en cinco segundos, como
hubiera pasado.
Así que buen, la primera
noche la pasé en la Huxley Hut, ahí donde el río homónimo se
divide en sus brazos norte y sur, en el valle más hermoso de mi
vida. Pastizales dorados. Un río de piedras y piletones turquesas.
Montañas gigantes a ambos lados, cubiertas de árboles tímidos y
sabios. Montañas blancas a mis espaldas, montañas como de Jurassic
Park adelante, llenas de niebla, de luz, de aire, dibujadas como
montañitas de porcelana china. Montañas indescriptibles, llenas de
una mística colosal de leyenda olvidada.
Tuve que girar en redondo
mil veces para poder intentar tragar todo aquello, sin aliento, con
la barrita del asombro por arriba de cualquier medición, sin
pestañear, divagando las pupilas por acá y por allá, yéndome con
los pajaritos, siguiendo la silueta de las cumbres, el movimiento de
los árboles al viento, el vuelo de dragones, los senderos de pixies
embusteros.
Si bien llegué hecho
medio concha y cansado, al encontrar camitas limpias, una salamandra
a leña, y un paquete de fideos para usar libremente, las energías
volvieron a mí: prendí fuego para calentar el ambiente y sacar las
moscas, haché leña para los próximos visitantes, fui a buscar agua
al río y hasta inventé una especie de caña y un anzuelo (que no
funcionaron) con unos alambres. Cuando ya se ponía oscuro tuve que
usar la letrina que estaba escondida en medio del bosque: los grandes
árboles creando todo tipo de penumbras y contornos, sonidos y
rumores, confieso, me obligaron a cagar con la puerta de la letrina
abierta. Después, más pancho, me senté afuera de la cabañita a
contemplar, contemplar, contemplar...
Como anticipé, el clima
del segundo día fue idéntico: viento, llovizna, nubes, y una
tardecita más copada. Arranqué viaje sin desanimarme hacia la rama
norte del Huxley, a puro bosque, pura subida y bajada. Puro sudor.
Puro perderme y volverme a encontrar. Este nuevo valle, más estrecho
y encajonado, con montañas como petrificados mazos de cartas
gigantes, tenía su buena cuota de fantastiquez. Y unas formaciones
con distintos tipos de musgos y líquenes que daban para volverse
loco (bueno capaz sólo yo, que me encantan los musgos y esas cosas.)
Llegué a la última
cabañita de ese recorrido, llegué a vislumbrar el valle repituco
donde nacía el río Huxley del norte, y me volví. (A los quince
minutos me di cuenta que había perdido la tapa de la cámara, pero
por suerte la encontré a cien metros de la cabañita.) Y desandando
lo andado, de repente me crucé con una especie de ciervo o cabra o
qué sé yo qué, re bonito, que me saltó al lado y se alejó a los
brincos. Lo perseguí lo mejor que pude y tuve la suerte de volver a
cruzármelo como cinco veces, siempre a la distancia, y fotearlo mal
que mal. “Bicho boludo, pensaba, si te quedás mirando así
cualquier cazador te la pone antes de que te enteres”. Después
cruzó el río y le dije chau adiós.
Esos cazadores me los
crucé más adelante: eran tres kiwis con zarpadas escopetas que se
relamieron cando les mostré las fotos en mi pokedex cámara y
me explicaron que era un Jimmy, o Shaimi, o algo así. Deseé con el
alma que al bicho no se le ocurriera descruzar el río, y a la mañana
siguiente, cuando escuché dos disparos que resonaron en cientos de
kilómetros a la redonda, deseé que la bala se hubiera perdido.
Pero bueno volviendo a mi
caminata, cuando estaba a punto de volver a la cabaña Huxley, donde
había pasado la noche anterior, decidí mejor arrancar por el camino
que llevaba a la naciente de la rama sur. Que era larga y no tenía
otra cabaña en el final, así que me dije “caminá una hora, una
hora y media como mucho, y te volvés”.
Pero al rato de estar subiendo empinadamente, vi un cañadón re lindo a lo lejos, y decidí dármelas de boy scout y me mandé fuera del sendero, luchando contra toda clase de vegetación adversa y siempre cuesta abajo, hasta el lecho del río. Brinqué por todos lados, esquivé arbustos y malezas y piedras movedizas, hasta llegar a mi querido cañadón. Que no estaba tan bueno, ni ahí.
Pero al rato de estar subiendo empinadamente, vi un cañadón re lindo a lo lejos, y decidí dármelas de boy scout y me mandé fuera del sendero, luchando contra toda clase de vegetación adversa y siempre cuesta abajo, hasta el lecho del río. Brinqué por todos lados, esquivé arbustos y malezas y piedras movedizas, hasta llegar a mi querido cañadón. Que no estaba tan bueno, ni ahí.
Como se hacía tarde y me
pesaba la mochila, decidí pegar la vuelta caminando por el mismo
lecho: para volver al sendero tenía que ascender como cien o ciento
cincuenta metros en medio del bosque, y ni daba. Además, parecía
sencillo.
Bueno, sencillo las
pelotas. Por empezar, las piedras estaban patinosas e inestables.
Segundo, casi me desbarranco un par de veces en laderas llenas de grava suelta y cascotitos. Tercero, cuando tuve que aplicar mi escaso conocimiento de escalada para subir una piedrota que le cortaba el paso al río, estuve a punto de irme a la mierda y me salvé manoteando unos arbolitos de raíces frágiles como patas de mariposa. Me sentía re A prueba de todo, me faltaba tomar pis de Shaimi y un cameraman y estaba hecho.
Segundo, casi me desbarranco un par de veces en laderas llenas de grava suelta y cascotitos. Tercero, cuando tuve que aplicar mi escaso conocimiento de escalada para subir una piedrota que le cortaba el paso al río, estuve a punto de irme a la mierda y me salvé manoteando unos arbolitos de raíces frágiles como patas de mariposa. Me sentía re A prueba de todo, me faltaba tomar pis de Shaimi y un cameraman y estaba hecho.
El último desafío fue
cruzar un arroyo sobre un tronco caído e inestable de un árbol, que
se partió apenas me le senté arriba, ensartándome un cacho de rama
en la nalga derecha. Lo bueno es que después de partirse quedo más
estable, y pude cruzar caminando como equilibrista de circo, y llegar
pocos minutos después a mi tan preciada Huxley Hut.
Ahora: estaba sudado hasta
las patillas, lleno de tierra, pólen, hojas y ramitas de todo tipo
de plantas, pringoso como minero y maloliente como... minero. Volví
a hacer fuego, calenté dos palanganas con agua y ahí nomás,
afuerita de la cabaña, en medio de la soledad, me di una ducha
rápida y reparadora. Y a hacer noni nomás.
El tercer y último día
fue climáticamente espectacular. Pero zarpado eh. Todas las fotos
que había sacado a la ida, las volví a sacar a la vuelta y quedaron
mejor. Y no sé por qué, si por haberme sentido... no digo que cerca
de la muerte, pero sí cerca de romperme unos huesos y darme unos
chapuzones contra las piedras, o por haber pasado ya unos cuantos
días en completa soledad, o porque todo era tan lindo y tan hermoso
y tan diáfano, o por qué, pero todo ese viaje de vuelta, de varias
horas e igual de exigido, me la pasé cantando y cantando y hasta
quebré en llanto ya casi llegando al auto.
Y por primera vez desde
que dejé mi casa en Buenos Aires sentí que extrañaba, y quería
correr al auto y arrancar a las chapas y manejar hasta mi casa para
contarle a mi mamá y a mi papá todo lo lindo que había visto y las
boludeces que había hecho y cómo me maravillaba la luz y la corteza
de los árboles, la respiración del Shaimi ese con cara de conejo,
las caras de roca de las montañas, la nieve, el agua, las nubes, la
tierra, el aire.
A casi nada del auto me
encontré con un hurón rengo. Me acordé que es un predador que se
come a pájaros nativos que están en vía de extinción, que se come
sus huevos, desarma sus nidos y hasta les saca su propio alimento...
Y con un cascote bien bien grande, lo liquidé. No se sintió bien,
pero fue mi pequeño aporte para preservar ese pequeño paraíso
neocelandés que había logrado conmoverme en lo más íntimo.
Rafa Deviaje.